Por María Paulinelli *

La belleza del lenguaje como acto de humanidad frente a “un tiempo de devastación”. Leonor Mauvecin y El tiempo entre palabras. Sonia Rabinovich y Una letra después del amor. Andrea Guiu y Odiseas menores.

¡Hola! Acá estamos. Me acerco a la transparencia que tienen las pantallas para hablar de otra transparencia. La transparencia que tienen las palabras. La maravilla que significa la escritura… la lectura de los textos… las metáforas  que entrañan y contienen… la necesidad de potenciarlos y hacerlos más humanos.

En un tiempo de devastación de las palabras, de bastardeo permanente, de destrucción de los significados… es necesario recuperar la transparencia, el sentido último que tuvieron y deben seguir teniendo… como una posibilidad de mejorar este tiempo que vivimos.

Una forma más de resistencia.

Y a eso apelo. A eso los invito. 

Entonces, en esa propuesta de recuperar las posibilidades que tienen las palabras en el mundo que hacemos los humanos… La poesía irrumpe con su fuerza y atisbamos algunos textos increíbles donde las palabras susurran la vitalidad que nos anima.

Un juego de espejos que atraviesa los poemas cuando dicen y se transforman en la metáfora que también diseña esa mirada que se dice: Leonor Mauvecin y El tiempo entre palabras.

La presencia inusitada del amor  como conjuro… una presencia convertida en esa línea que se hace significación y escritura para siempre: Sonia Rabinovich y Una letra después del amor.   

Los siglos de escritura también se hacen poema en la nueva experiencia del que hace poesía: Andrea Guiu y Odiseas menores.

Multiplicidades. Distintas posibilidades. En todas ellas, triunfante la palabra… ahora, siendo poesía. Así empiezo a balbucear lo imposible de expresar que es la belleza hecha poema. 

Leonor Mauvecin, autora de El tiempo entre palabras
El tiempo entre palabras

Leonor Mauvecin escribe el texto. También, lo dibuja, lo diseña en un círculo incesante.  Permanente. Una continuidad que, finalmente estalla, cuando se expande en esa perpetuidad expresada en los versos que cierran el texto. Y sabemos, porque todos sabemos/ que es sólo una pausa/ el tiempo de la vida.

Y digo así, porque ese juego de espejos -que metaforiza el tiempo, la escritura de otros y de ella misma– la continuidad es el recurso que se expresa en el final con que se cierran los poemas y que, a su vez, es el título que anuncia el comienzo del que sigue. 

Quizás, eso explique el nombre con mayúsculas del primer poema. Tiempo. Tiempo como  el espacio que será entrevisto desde distintas perspectivas. Diferentes significaciones que subrayan ese círculo que se estrecha sin abrirse, ratificando la metáfora de los espejos que reflejan y reflejan, mientras las palabras susurran y susurran.

También pienso en la presencia de epígrafes que inciden en la profundidad de los sentidos expresados. Epígrafes que a su vez, reconocen el tiempo como una totalidad que supera las particularidades de lo humano para significar que -por sobre todo– las palabras, significan la eternidad, la totalidad que perdimos y nos hace humanos tremendamente frágiles, precarios.

Entonces, esos epígrafes, refuerzan esa continuidad en la estructura con la presencia de esas voces que se suman a la voz de Leonor que las trae, las convoca y  en ese irrumpir de otras presencias, son parte del tiempo. Porque, en definitiva, los once poemas que componen el texto, no dejan páginas vacías sino que se deslizan por las hojas blancas, blanquísimas y suman –a su vez– ese ingreso al movimiento  que supone el diseño de los versos. Diseño de formas que se interrumpen para adecuarse a la necesidad de incesante movimiento, a esa ductilidad de la vida que se expresa en la dualidad que nombra al texto: El tiempo entre palabras. Por eso, la conjunción  del espacio que poetiza  la totalidad del mundo y de su Historia, –el Tiempo– con las palabras profundamente sabias en la elección de significados que alguna vez, fueron pronunciados… y que aún hoy, podemos hacerlas nuestras mediante la lectura.

Si el epígrafe inicial, balbucea la voz de Jorge Luis Borges, poetizando la dualidad que nos identifica: tiempo /particularidad de lo humano, tiempo /río, tiempo/ tigre; tiempo / fuego como  arrebato, destrucción, consumimiento  y a la vez, afirmación de la singularidad de un yo… los otros epígrafes, deslizan las metáforas que posibilitan la pertenencia al círculo que integran. Heráclito con la ductilidad del movimiento. Nunca bajarás al mismo río. Shakespeare con la continuidad de la existencia singular de cada humano existente. No se hallará su semejanza sino en su mismo espejo.  Julio Castellanos con el concepto que resume el significado de la vida. La vida es una causa en fuga.

Y entonces, Leonor, de entre estas voces, discurre sobre ese espacio que crean las palabras en el tiempo. Un espacio que paradójicamente, dibuja un círculo como dijimos.  Un Tiempo, poderoso, indestructible, Un tiempo que ella nombra como surco, sangre, laberinto. Nos internamos pues, en esos espejos de la mano de Shakespeare y accedemos a esa significación de la vida como paradoja de un sueño que siempre se repite.

 Y seguimos leyendo. Escuchamos sonidos que nos hablan del diálogo que entraña la lectura: y he de fugarme al margen de la hoja/ donde se vive dos veces…  a las palabras  que ella puede decir y que significan todo en ese reconocimiento de lo auténtico y logrado. Por eso dice. A mi propia fiesta de dos./ A mi propia dicha.

Interpela luego a las metáforas  que otros hicieron suya, apropiándose de las palabras.  La mariposa de Darío, la luna de Lugones, los ruiseñores de Keats, las alas de Delmira, el tigre amarillo de Borges, la higuera de Juana, los campos de Machado, las voces que surgen de la niebla.

Habla de su incesante búsqueda de las propias palabras que atraviesan  su cuerpo mientras la realidad de las cosas queda indemne / en este insistente intento de nombrarlas. Insistente intento que metaforiza: El sabor no está en la manzana/ ni en la boca que la muerde-dice Berkeley. / El sabor. / El sabor está en el contacto entre ambas. Para concluir: Y ese contacto me salva.

De ahí que particularice esa búsqueda en ella misma. Vos y yo en esas líneas/ que resumen el universo entero/ entre palabras.

Lo extiende a los otros humanos que crean la escritura, que hablan, que interpelan en ese vano intento de entender el mundo, la vida, el tiempo. Emergen, así, desde esa niebla -que es el tiempo–las voces de otros que no entregan respuestas a sus persistentes preguntas y exclama: Tal vez, en alguna hoja, tal vez en algún libro/ tal vez en algún poema, se encuentren las respuestas./ Ahora, tan solo preguntas, solo preguntas/  por este camino secreto entre las letras.

Por eso, recuerda  tantas imágenes que nombran las palabras, en esa búsqueda insistente que justifica entender la identidad de los  humanos y exclama: Leemos los poemas con la simple alegría de estar vivos, desde la coexistencia con tantos otros seres con tantos otros ríos. Concluye así, con el reconocimiento de ser solo una parte de  esa  eternidad que es el tiempo: solo una pausa/ el tiempo de la vida. 

Once poemas solamente. Once poemas que, desde la pertenencia al tiempo en sus mil formas, en sus múltiples voces que lo nombran, metaforiza la existencia de la vida. La vida en ese fluir que muestra el río y las distintas imágenes logradas, se expande finalmente en el reconocimiento certero de la eternidad que nos circunda y es propio de lo humano.

¿Qué otra significación –me pregunto–podrían alcanzar las palabras, tan bastardeadas hoy, tan manoseadas?

¿Qué resistencia más sabia que esta  indagación de las palabras como parte de la eternidad que es el tiempo de la vida? 

Me quedo en el silencio que reflejan los espejos.

Me quedo en la eternidad que todos alcanzamos al nombrar este mundo con las palabras adecuadas, con las palabras verdaderas…es decir con la humanidad que ellas contienen. 

Sonia Rabinovich escribe Una letra después del amor / Foto: https://latinta.com.ar
Una letra después del amor

Sonia Rabinovich, la autora del texto. Reconozco esa presencia convertida en la letra que se hace significación y escritura para siempre. Lo leo y siento la presencia inusitada del amor  como conjuro…

Me asombra la capacidad de ese conjuro que logra convertir el texto en una suma de fragmentos indivisibles, independientes uno de otro. De ahí que pueda hablar de imágenes incandescentes separadas, pero convocadas por la rotundidad del amor convertido en esa letra que representa la escritura y –en consecuencia– la palabra. 

La estructura particulariza la idea de autonomía entre las partes que lo hacen. Parecen ser dos textos que se integran por fragmentos numerados. Una letra después del amor y El río del olvido. Y digo así –parecen–, porque los fragmentos tienen una continuidad en la enumeración que  reproduce la pertenencia a un único texto que es el libro.

Cada fragmento se inicia con un epígrafe de José Ángel Valente  que particulariza la significación de los enunciados.

Así el primero, metaforiza la transformación de una persona en esas referencias que lo explican: el rostro frente a la nada, el cambio del tiempo, la oscura luz que invade la mirada, la sombra que se desliza por la sangre hacia su adentro… La memoria que desaparece, se pierde, se diluye.

El otro epígrafe, habla de los silencios que las aguas borran. El olvido metaforizado en ese río que se pierde en el mar como lugar de todas las ausencias.

Bellísimos textos ambos en esas significaciones poéticas que expresan. Ratifican la idea de imágenes incandescentes como definimos los veintisiete poemas que estructuran el libro.

¿Por qué digo que la estructura particulariza el sentido de autonomía? Me respondo mientras pienso. Porque la inserción de hojas en blanco rompe la ilusoria continuidad que la enumeración propone. El silencio que implica la ausencia de texto, invita al lector a una pausa en la lectura. Ratifica ese carácter indivisible de cada fragmento, alimentado a su vez, por la ilusoria inclusión de una división en dos partes que los títulos señalan. También en esa posible división de textos con epígrafes.

Y entonces, comienzo el recorrido. Un recorrido signado por la belleza que cada poema representa. Imágenes bellas que detienen el silencio. No buscan el sentido. Solo arañan significaciones que necesitan de una línea, un trazo, una letra que intensifique la escasa vida que aún queda… en su persistencia en la escritura. Por eso dice: Y después del amor/ cae su cuerpo/ todo se vuelve transparente u aire/ para alejar el ángel de la muerte. Por eso es que la escritura tiene la persistencia que solo el amor conserva de otra forma, desde una nueva diferencia  Un viento suave sopla/ la escritura en la espalda/ y diluye disuelve  desvanece/ ella se siente más cerca de la nada.

La letra como residuo de otro tiempo. Ahora… un nuevo tiempo ha comenzado. Un tiempo donde está la diferencia, ya no uno, sino dos… nunca más indivisibles. Por eso, reitero,  Ya no uno, sino dos y entre ellos un letra que surge de ese trazo. Un trazo / como una luz que escapa/ desde la curvatura de los dedos/ cubre/ la herida de la noche/ y la deja caer/ con la última letra/ después del amor.

¿La última? ¿La única? No importa. Es la letra que pertenece a aquella lengua antigua/ la escuchó antes / en un sueño/ y ahora/ solo intenta descifrar/ las letras vagas/ iluminando la piel/ al dorso de su vida/ para que la vida/ no sea más que una sospecha. Increíble significación de la letra como origen de la escritura que persiste en los tiempos –de ahí lo de lengua antigua– que transfiere el sentido de estar vivos, en esa imagen increíble: … que la vida/ no sea más que una sospecha.

Y si la sombra también ha invadido el interior del hombre que ama, necesita interrogarse si es posible cambiar la luz que metaforiza  la palabra por las sombras. Jirones de ese  mundo desgajado  desde el último modo de estar vivos: el amor… y con ellos esa letra, la escritura. Por eso se pregunta: ¿Cómo se escribe con luz? /¿Cómo se lee?/ Solamente en las sombras, se responde.

Un nuevo poema insiste en esa permanencia que metaforiza la transformación en ese nuevo tiempo. Esa letra era muda/ abierta al aire/ y el aire era silencio/ Allí en el sueño/ el silencio le habló / y solamente aire era silencio/ Allí en el sueño/ el silencio le habló / y solamente así/ y sin poder leerlo/ el universo todo. / Y solo así el sentido/ rompiendo la palabra. De ahí que los poemas insisten en el silencio y su presencia permanente,  no solo en este tiempo nuevo, sino en aquel momento que persiste pese a todo y mantiene esa sospecha de estar vivos. Después del amor/ después de la última letra/ llegó el silencio/ y en el silencio crujió una rama./ Allí se había posado el tiempo/ por un segundo/ antes de partir.

Entonces, me pregunto. Parte el tiempo y la eternidad ¿se adueña de esa letra que aún persiste después del amor?  Increíble magnificación de la palabra. Persistencia. Posibilidad de sospechar que se sigue estando vivo.

Y en ese discurrir también está la aceptación del nuevo tiempo. Así se pregunta el significado de antes. Ese antes que no conduce a nada porque el pasado no existe. Nombrarlo significa una mentira. Piensa: antes/ Escribe: antes / Pero nada es pasado / Si dice antes miente/ Escribe antes/ Y miente. Una negación última que también es una paradoja. Afirma mientras niega. ¿Recupera la letra que ha quedado después del amor? Quizás por eso dice: En el silencio se siente a salvo.

Finaliza ese fragmento –Una letra después del amor– interrogándose sobre el devenir del tiempo. Metaforiza en el otoño y el invierno el transcurrir del tiempo de la naturaleza. Y así dice: ¿Y cuando todo se otoñe?  /¿Qué será de las hojas/ de este árbol? / ¿ Y cuándo el viento sople más fuerte?/ ¿ Y cuándo el viento la enamore?

Múltiples significaciones recorren las interpretaciones posibles. Agudizan los sentidos en esa inteligibilidad que termina vagabunda en el lirismo exacerbado que ahonda significaciones y las esparce en diferencias.

Y entonces, vuelvo a la lectura. El segundo fragmento –El río del olvido–muestra los desórdenes que provoca el olvido. Y es la palabra la que posibilita recordar, hablar de la memoria. También del olvido. Un hombre duerme entre mis brazos/ mientras sostengo su memoria,/ cuando despierta me pregunta/ por islas de recuerdos/ con enormes cráteres/ que llevan al vacío.

Pero también, los poemas se ensañan en el silencio. Bellísimas imágenes que conmueven. Tan ancha es la tristeza que la nada produce en los humanos… Esa historia que tuvimos/ y te cuento/ y me pedís que te cuente,/ ya no está7 Ahora es otra historia/ Ayer lo fue/ / Esas historia/ que me pedís que te cuente/ como películas viejas/ de las que rescato fragmentos7 para tu luz/ son papelitos flotando/ en aguas que ya no nos pertenecen.

Y si en el primer fragmento el amor permitía la permanencia en el tiempo en esa letra como residuo de la vida, y si el silencio podía mantener esos trazos y ser una palabra… ahora no hay resquicio que salve del olvido. Solo han quedado las sombras  sin sonidos: ¿Qué traes en los ojos? / ¿Qué traes en la boca?/ No escucho. Por eso, al preguntarse qué es la memoria, se responde: ¿Qué es?/ Así de frágil./ Pequeños cristales se deslizan/ pequeños casi astillas/ que se desprenden de vos/ y se clavan en nuestros cuerpos / una a una,/ palabra a palabra,/ silencio a silencio./ No me preguntes más/ por lo que fuimos. 

Los últimos poemas enfatizan ese poder de la letra que persiste en la reivindicación de la escritura como lo que salva, lo que mantiene vivo. De ahí ese poema que nombra el mundo como posible expansión de lo que existe y permite reconocerlo y escribirlo. Quiero escribir este silencio/en enrejado de líneas curvas que detiene el cielo ..y así el mundo de las cosas y los seres que siguen existiendo se nombran… Y así se inicia el  primer sonido del mundo. 

Interpela finalmente al poema en la posibilidad de dar la vida, de salvar del silencioso olvido, de abandonarla en la soledad sin la escritura.   Y en esa interpelación solo responde con la nitidez de la poesía: Me estás susurrando por lo bajo/ para que el miedo no me paralice,/ respirando suave sobre la escritura. 

Rotunda afirmación de la letra que es luz, sonido, palabra que se expande. Letra que permanece pese a todo… al olvido, a la sombra que oculta y oscurece  la memoria de un tiempo feliz donde eran uno en el amor reconocido, compartido, recordado.  Esa letra que permanece en  lo que queda después del amor… y eso es la vida.
¿Se puede escribir poesía sin las letras que forman la palabra?
¿Podrá existir un mundo que sea humano y no tenga ese trazo, esa letra, esa palabra que contiene la escritura?
Sonia lo dice. Lo poetiza. Lo llena de belleza. 

Andrea Guiu, autora de Odiseas menores
Odiseas menores

Andrea Guiu escribe el texto. Un texto que acompasa la vida de los siglos con la experiencia singular de quien escribe. En todos, la palabra. Un texto que actualiza la historia de exilios, de tristezas, de tierras no olvidadas, de ancestros permanentes, de adioses sucedidos, de encuentros imposibles  y siempre permanentes.  En todos, la palabra. Un texto que remeda los textos de los tiempos con  héroes y dioses. Los cambia por personas, ahora frágiles, comunes. En ellos, las palabras.

Por eso es que  suma la pequeñez de los humanos y agrega el calificativo menores que completa el último sentido de Odisea… ahora, en el poema que enuncia la experiencia –la odisea– de quien  hace poesía. Y siempre, la palabra.

De ahí,  los fragmentos que dicen en el texto los múltiples posibles de Andrea y de este siglo. Y en ellos, la palabra.

Y en esa representación de los posibles, también usa la imagen. Dibujos apenas esbozados, como si la escritura y las palabras no dejaran resquicio para las formas que tienen las cosas, los animales, los humanos. Es que en esas representaciones también está Andrea, que borda, que diseña, que mezcla materiales, en esa búsqueda –quizás desenfrenada–de mirar el mundo y mostrarlo  con sus ojos. 

Un epígrafe de Derek Walcott resume el sentido último. Todo lo que pido es un acre de luz del sol y viento salado. La referencia a la ajenidad que sobrevuela el texto, se completa con ese con mi propia versión. Enunciado y enunciación certeramente pronunciados. La odisea que provoca la carencia de un arraigo será dicho, desde la singularidad de quien escribe. Perdón, de quien reescribe.

Y entonces… leo.  Tres partes estructuran el texto de disímiles fragmentos, de variada extensión: El tiempo recobrado, Duelar y Odiseas. Todas pueden ser consideradas  reescrituras de los textos de aquellos tiempos ya pasados. Y digo reescrituras, porque no solo se transforman los protagonistas y su historia –ahora hombres, ya no más héroes o dioses– sino que el tiempo de enunciación de la escritura nos interpela con la contemporaneidad que el texto referencia, además de la singularidad de quien enuncia. De ahí, el sentido de reescrituras.

El tiempo recobrado/ Versión de Eurídice.  Andrea conjuga la presencia de Orfeo y de Eurídice en el poema que abre el texto. Es Orfeo/ Andrea quien dice No te des vuelta escucho/ demasiado tarde/ atrapada en la sinfonía del caos de mi noche profunda. Es Orfeo/ Andrea quien reconoce  su breve estancia subterránea, es decir en el infierno. Es Orfeo/ Andrea  quien expresa su intensa pena por el olor perdido de la casa/ más breve que el camino recorrido para encontrarla. Es Orfeo quien abandona su protagonismo para dar la voz  a Eurídice/ Andrea  quien restituye la  transformación que logra la reescritura.  Así dice: a mis espaldas reverbera la imagen/ de la niña que fui

Y entonces,  un yo –el de ella– habla de una niña que fui/ en mi mano la honda y el hilo rojo que brota del corazón del pájaro/ como una premonición.

Eurídice es Andrea, condenada para siempre a esa noche subterránea. Es decir, a permanecer en esa metáfora del caos que es la pérdida de su lugar en el mundo a que ha sido condenada, según cuenta la historia del texto original. En esta, Eurídice  es llevada a los infiernos por la picadura de una serpiente. Orfeo inicia la odisea de recuperarla. No lo logra porque desobedece la orden de no dar vuelta la espalda para ver el rostro de su amada. Desesperado, vaga inútilmente en la recuperación de su pasado que es el paraíso que ha perdido.

Todas metáforas de pérdidas impuestas que logran la carencia de ese olor perdido de una casa.

Increíble, ¿no? Transformaciones que solo logra la escritura y la belleza que tienen las palabras. 

Duelar. Así como un infinitivo verbal lo denomina, de la misma forma se titulan todos los fragmentos: sobrevivir, extraviarse, escribir, llegar, profanar, atesorar, habitar…Infinitivos que conjugan las acciones posibles de duelar. ¿Qué significa esa acción que implica tantas otras acciones? Proviene de duellum -batalla o enfrentamiento como resultado de un reto o desafío–y de dolum –dolor o tristeza profunda–.

Diferentes voces de escritores, completan esas significaciones. Los griegos usaban Anabasis que describe la salida del infierno. Gabriel Rolón señala: dejar ir. Por eso,  dice: No se duela sino aquello que se ha amado. También, dice: escribir lo que queda. Virginia Gawel, resume que el duelo nos lleva nuevamente al camino de la vida.
Nosotros acordamos con Andrea esa multiplicidad de significaciones enunciadas que conjugan el sentido de dolor por la pérdida de algo y la fatiga, que provoca el trabajo de acabar con la tristeza.

El primer fragmento no tiene título. Los resume a todos. Podría ser un prólogo que explica a los lectores las significaciones que tiene esta escritura.
Y entonces, dice: Escribir en naufragio, Recoger lo que queda. Inventariar las pérdidas con rigor estadístico…Hacer cuerpo ese gesto por también, hacerse un cuerpo nuevo, afectado. ¿Es posible irse auténticamente de otro modo? Decir auténtico: un irse sin sustitución.

Pero va más allá en sus interrogantes: Y aún ¿es posible irse de todo lo que fuimos? Acaso no se trate de migrar de un cuerpo a otro, sino de desplazarse por la novedad del continente vulnerado, siguiendo el trazado que nuestras pasiones dictan a los sucesivos cuerpos del existir: fisiología, dietética, erótica. Para concluir: Y aún, ¿será posible existir en la confianza del arraigo?     Las multiplicidades de una vida-búsqueda se desenvuelven de la misma forma que se escriben las palabras. Sobrevivir como resta. Como resto. Hacerse cada vez que perdemos el hilo que nos sacará del laberinto. O nos llevará a un nuevo laberinto. Una estética del extravío no prescindirá de la novedad de nuevos modos del decir, mientras nos perdemos. Extraviarse siempre. Se elige siempre de una herencia. Quien hereda se piensa como testigo de esas memorias otras, y ensaya una tercera persona. La primera corre por cuenta de la propia vida. Por eso de legar.

Y también leemos… profanando. No leemos qué relato, no leemos literalidad. Leemos el viaje, la extranjería, la caricia y el dolor, leemos lo inefable y sin embargo leemos, seguimos leyendo en el hacer profanador.

El guardar celosamente cosas tiene una significación distinta en la acción de atesorar. Así lo dice: Hay en el atesorar ciertos objetos vinculados a vidas familiares pasadas el deseo de encontrar una cercanía en lo que pareciera remoto, de abrevar en la belleza de lo efímero para perpetuarlo en íntimo. Pero asimismo, habitar adquiere una significación diferente en ese espacio del duelar. Recordar, rememorar, volver al punto de partida cada vez para volver a partir, Partir desde lo conocido para producir la diferencia que reanuda la apuesta.

Y entonces, desde ese yo que conjuga los infinitivos desparramados en las hojas, logramos atisbar qué significa ese duelar permanente como la vida que se vive. 

Odisea se inicia con un epígrafe de Barthes. La afirmación triunfante del poder de la escritura. Así dice: El trabajo por el cual (dicen) se sale de las grandes crisis (amor, duelo) no debe ser liquidado apresuradamente; para mí solo está cumplido en y por la escritura.   Así empieza el último fragmento. Así  escribe Odiseas. Así en plural sobre otras tantas que llenan el mundo y la Historia de ese mundo.

La primera odisea que relata es la que provoca la lectura de las cartas. Una lectura que se hace con los ojos, pero también con la piel.

Quedo suspendida con la lectura de Aquí donde hoy estoy. Los repatriados, los miles de exiliados, aquellos que  soñaron con un mundo mejor para su tiempo, esos que bordean territorios ajenos para siempre, así, están. Por eso lo que cierra ese periplo imposible: Quien se fuera/ quién se queda con la palabra/ dicha/ utopía de un mar/ sin lágrimas/ posdata.

Una enumeración prolija de los incontables expatriados, millones  de aquellos que van a la deriva: deben dejar sus tierras y terminan aquí donde hoy estoy, extrañando.

Y nuevamente las historias de odiseas se hacen palabra, se hacen posibles en la cercanía que suponen los datos, los relatos, las preguntas, se hacen humanos con rostros, con sonidos que significan los mensajes, con sueños que alardean de reales… Ahora es cuando  Andrea dice Preguntas del camino. ¿Me habrás comprendido alguna vez? ¿Te habrá bastado el amor por las palabras para comprenderme?  Solo eso. Parece un gesto, unas preguntas… es solo la confesión de su amor desordenado por la escritura, como forma de vivir.

La posdata final, resulta un agregado que condensa los enunciados que hicieron posible la lectura de un texto único, increíble. Así dice: Lengua tierra del duelar. Lengua tierra del duelar. Lengua mar la de escribir. Lengua de frontera. No marginal ( cuál centro) sino lengua que pivotea/ bascula. La lengua de esas cartas fraternas que atesoro y me marcan. Lengua dúplice del exilio y el arraigo, lengua bífica. Lengua heredada que se resiste a cristalizar. Lengua propia que interroga al presente por sus luchas nuestras.

Y recorro los fragmentos nuevamente mientras siento que se unen la tradición de una civilización de siglos, con una situación permanente incita o simplemente expulsa por distintas razones… mientras a veces hay huidas que se transforman en ausencia de una casa, de un cielo con sus días y sus noches, con la extrañeza de no tener nunca los amaneceres que se quieren… y solo se recuerda, obsesiva, tercamente mientras el tiempo pasa y  no se ha llegado a un lugar que sea ese buscado, ese perdido, ese anhelado.

He leído en voz alta los poemas. Tercamente los releo. Me hundo en la  sonoridad de las palabras. Luego en el silencio que escucha y me repite las significaciones que he leído. Siento que la escritura me traspasa…  me emociona.

Me pregunto: ¿Sabremos acaso el sentido final de las palabras que aún hablamos? ¿Volverán a ser dichas, escritas, pronunciadas como parte de la humanidad que nos contiene?

Está en nosotros ese retorno necesario.

Un largo abrazo.

María

 

Textos 

Guiu, Andrea. 2023. Odiseas menores. Alción Editores. Anisacate. Córdoba.
Mauvecin, Leonor. 2024.
El tiempo entre palabras. Ediciones del Callejón. Los Hornillos, Córdoba.

Rabinovich, Sonia. 2023. Una letra después del amor. Ediciones del Callejón. Los Hornillos. Córdoba. 

 

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www.ninapenya.wordpress.com

 

* Docente e investigadora. Fue profesora de Literatura Argentina y Movimientos Estéticos, Cultura y Comunicación en la ex ECI, a la que dirigió en dos oportunidades. Es la primera Profesora Emérita de la FCC-UNC.