A cambio de facilidad y rapidez para la virtualización de estudio, trabajo y vida, las plataformas hegemónicas imponen la “transacción de servicios por datos”. Superar este modelo implica salvar la brecha digital y una apropiación social de las tecnologías. 

Por Lila Pagola *
@liminar

En 2020 el confinamiento nos obligó a mediar casi cualquier actividad cotidiana con plataformas digitales: trabajar, estudiar, hacer compras, trámites, turnos y toda aquella para la cual existiese un modo, previo o improvisado, “on demand” para sostenerla desde casa.

La urgencia y excepcionalidad de la situación nos inclinaron hacia las opciones prácticas, disponibles, viables y sobre las que ya teníamos alguna experiencia previa, o al menos sabíamos de su existencia.

Las plataformas que ofrecieron soluciones estratégicas en este momento dispararon exponencialmente su uso, incluyendo decisiones de suscripción pagas, que en otras circunstancias hubieran sido cautelosamente meditadas, tanto a nivel personal como de las instituciones exigidas de respuestas.

Diversos autores están señalando con preocupación desde el inicio de la pandemia el avance de las tecnologías de vigilancia en este ambiente de excepcionalidad e incertidumbre que orienta nuestras acciones, y la complejidad que supondrá limitarlas, regularlas, discutirlas o erradicarlas cuando la emergencia finalice. Para la salud de las democracias y el estado de derecho, será una tarea a acompañar con perseverancia y atención experta. Si somos o no trackeados por una app de uso obligatorio, cuáles datos debemos ceder y cómo/quiénes los resguardan, acceden y comparten y bajo qué condiciones, son cuestiones centrales que deberán transparentarse y revisarse en la pos-pandemia.

Más acá de ese macronivel de debate, nos encontramos con el potenciado ecosistema de los medios conectivos que se desplegó con fuerza en estos últimos meses: plataformas para teletrabajar o herramientas adaptadas para realizar las tareas profesionales habituales, apps para comunicarnos y coordinar acciones, otras para organizar, inscribir, enviar información, recordar eventos, compartir recursos, crear mensajes en lenguajes varios; plataformas para hacer las compras, entretenernos, jugar, aprender, crear colectivamente, y un largo etc.

Un alto porcentaje de estos nuevos usos se concentraron en unas pocas plataformas hegemónicas, “populares” ya en épocas pre-pandemia; otras emergentes encontraron una oportunidad perfecta para disputar monopolios, imponiendo sus propios modos y condiciones: muchas con permisos y aperturas excepcionales por COVID-19.

En muchísimos casos, la especificidad y potencia de otras opciones para tareas específicas –o su mero análisis–, quedó sepultada detrás de la exigida practicidad y la urgencia de no abrumar a los preocupados noveles usuarios con “detalles” como la privacidad o las condiciones del acceso a nuestros propios datos. Resultado: aún con opciones mejores sobre las que pudimos elegir, priorizamos las soluciones simples, conocidas y rápidas; frente a otras que requerían investigación o experimentación previa, capacitación en algunos casos, inversión en infraestructura en muchos ejemplos que podemos analizar.

La demanda de nuevos usuarios y frecuencia/intensidad de uso disolvió la nube y nos enfrentó duramente a la materialidad de la infraestructura requerida, especialmente cuando se trata de obtener o retener soberanía tecnológica. Si muchos usuarios no pasaron por esto a nivel de las organizaciones, brindando soluciones a la virtualización de la actividad cotidiana, probablemente lo vivieron en relación a su propia infraestructura de conectividad y equipos, en cantidad y características técnicas requeridas.

Las universidades vivimos estos debates en primera persona: sistemas de videoconferencia con altas exigencias de infraestructura para dar servicio a cientos o miles de potenciales usuarios, que debían estar implementados y trabajando de forma confiable en pocos días… decantaron en la tercerización de servicios de empresas privadas multinacionales que se presentan como soluciones prácticas, inicialmente gratuitas, robustas y confiables para escalar la demanda, según exigía la incertidumbre de los tipos y tiempos de los usos. Gsuite para instituciones es el ejemplo paradigmático de la respuesta perfecta en esta encrucijada. Gracias Google, pero ¿a cambio de qué se nos donó generosamente este enorme valor en servicio e infraestructura?

Dejando de lado el oneroso cambio de condiciones de servicio que desconectó a enorme cantidad de organizaciones en octubre pasado, o comprometió el magro presupuesto de otras para sostener un servicio en uso, hay otras cuestiones a considerar.

La lógica cosechadora de datos de las plataformas gratuitas y su variedad de usos consentidos en los “términos de uso y condiciones”, que la mayoría de los usuarios/as no lee y firma para usar los servicios sin demora, no es una novedad de pandemia. Autores como Shoshana Zuboff, Jaron Lanier o Nick Srnicek han propuesto diversas categorías teóricas para advertir sobre los desafíos socio-técnicos que supone alimentar acríticamente las maquinarias algorítmicas con datos individualizados a escala planetaria –aun cuando se recolecten de forma anónima, o se nos permita revisarlos y borrarlos–, sobre nuestras todas nuestras acciones mediadas: desde las más íntimas hasta las públicas y deliberadas exhibiciones de nuestro yo virtual.

¿Cabe preguntarnos si es posible volver para atrás en estas dinámicas de socialización mediadas? Quizá no sea necesario, infiriendo la resignada respuesta. Porque a cualquiera de nosotros, mínimamente conectado, no le costará encontrar una o varias razones para defender las plataformas digitales y garantizar que sigan haciendo lo que han hecho hasta ahora, facilitando algún aspecto de nuestras vidas, habilitando conexiones/acciones colectivas, comunicaciones que sin ellas serían muy difíciles o simplemente inviables.

Sin embargo, el modelo actual de transacción de servicio por datos y su requerimiento de mantenernos adictos a las plataformas para extraer más y mejores datos, ese modelo no es el único posible. Reconocerlo supone asumir que las mediaciones técnicas no son gratuitas y la soberanía tecnológica no puede obtenerse sin pagar las cuentas, y pensar colectivamente modelos de sustentabilidad éticos.

El problema que se avizora con bastante claridad luego de estos largos meses de confinamiento y uso intensivo de plataformas es su naturalización como únicas opciones posibles, bajo sus condiciones innegociables, incluso habiendo desaparecido el contexto que nos demandaba ser pragmáticos y resolutivos. Todos seguramente habremos encontrado alguna actividad cuya versión mediada nos ha simpatizado y conservaremos incluso cuando sea posible volver a la forma presencial física.

¿Cómo romper la univocalidad de las nuevas mediaciones digitales incorporadas al calor de la excepción y la urgencia?

El caso de las plataformas de enseñanza (LMS) como Moodle nos señala alternativas posibles a esta naturalización posible en pos-pandemia. Donde había campus virtuales soberanamente instalados y mantenidos, se dieron potentes procesos de adaptación y ensayo-error a la escalada en la demanda, vivenciados con altas dosis de entusiasmo, preocupación y soluciones colectivas, especialmente en los espacios de intercambio técnicos y pedagógicos –preexistentes y nuevos– que defendieron los campus del avance de las soluciones rápidas y prácticas.

Habrá mucho para relevar y sistematizar en las estrategias que se despliegan todos los días con colegas, para socializar las mejores formas de sostener servicios específicos para la enseñanza y el aprendizaje, que no son comparables en la superioridad de sus funcionalidades con otras plataformas y servicios en línea –quizá más usados y conocidos–, y en los cuales debimos resignar nuestra privacidad, el control y análisis de los datos generados por toda una comunidad educativa, que llevó la totalidad de sus acciones a los entornos virtuales; o sobre la interfaz de usuario y otras funcionalidades que a los pocos usos resultarán insuficientes para diseñar experiencias de aprendizaje potentes y críticas.

Ciertamente, la posibilidad real –pre y pospandemia– de continuar estas conversaciones, está atravesada por la problemática de la brecha digital y la apropiación social de las tecnologías disponibles. La disponibilidad simplificada, la mentada facilidad de uso de una cierta herramienta, puede convertirse en una jaula o en una catapulta. Nunca más vigente la afirmación “lo instrumental es político”.

Foto principal: Jefferson Santos / Unsplash

* Directora de la Especialización en Tecnologías de la Información y la Comunicación para la Enseñanza en Educación Superior del Instituto de Ciencias Humanas de la Universidad Nacional de Villa María (UNVM). Profesora de Lenguaje Digital y Laboratorio Digital en la licenciatura en Diseño de la Universidad Provincial de Córdoba (UPC).