Por María Paulinelli *
Una mujer y la identidad de miles. Cuatro voces femeninas, libros singulares, textos de cuatro continentes. Donde la prima-vera (primera verdad) es vida. Y su continuidad se lee en el persistir de las voces que cuentan.
La fuerza de la vida que regresa es la primavera que comienza.
Pienso en las mujeres que siempre comienzan, recomienzan, se afanan en la certeza de estar vivas. Escucho sus voces desde la tersura de las páginas, desde la inmediatez de esas voces que me inundan.
Voces que delimitan la búsqueda de identidades. Múltiples. Únicas. Opacas. Luminosas. Definidas. Indefinidas. Pero todas, identidades de mujeres con su historia.
Voces cercanas en el tiempo. Voces distantes o inmediatas en el espacio donde habitan. Pero todas, palabras de mujeres.
Mitsuyo Kakuta, desde Asia y su milenaria cultura siempre viva… ahora en la cotidianidad de una existencia que se hace, de una identidad que se define.
Ruth Zylberman, desde una Europa signada por una memoria sin olvido. Identidad hecha retazos.
Jamaica Kincaid, desde Latinoamérica profunda en su vitalidad enorme, inexplicable en el diseño de esa identidad única. Diferente.
Akwaske Emezi, desde África. Una identidad desde una naturaleza que es mezcla de dioses y de humanos. Desde ese estar del otro lado.
Mujeres… identidades que se arman, construyen, se definen.
Acá, la vida recomienza. Nuevamente… es primavera.
Hola! De nuevo, con ustedes en este diálogo que no termina, que siempre está empezando…
Miro el mundo en esta imprecisa primavera.
Reconozco los días que se alargan… la cercanía del sol en nuestros cuerpos… la continuidad de los ciclos de la vida… Ciclos inalterables, permanentes, inmutables en la continuidad que establecen entre la naturaleza y nuestra condición de seres vivientes, pero humanos.
Miro el mundo y digo las palabras que me habitan…
Y entonces, miro las sombras luminosas de mujeres que hablan mientras sueñan, que dicen mientras viven, que escriben mientras crean la maravilla de los mundos que son propios… mientras son las mujeres de este tiempo.
Un- también- impreciso mapa de lecturas les propongo como la imprecisa primavera. Imprecisos ambos- tiempo y recorrido- pero llenos de una existencia corpórea y al mismo tiempo imaginaria. Rodeos voluptuosos de palabras que se alternan con la sequedad de la tristeza y de la angustia. La politicidad del testimonio que se funde con la cotidianidad que se construye. La historia del mundo de los hombres que se descascara lentamente, para dar el protagonismo a las mujeres… Ellas, las que siempre estuvieron… aunque no fueron miradas ni menos escuchadas.
De ahí la imprecisión por lo nuevo, por la increíble pluralidad que las absorbe. De ahí, la similitud con la primavera como signo de estos días. Un comienzo, un crecimiento, la vida que renace.
Textos de mujeres, me digo. Allí van, en el caos que supone todo descubrimiento y todo crecimiento.
Una identidad hecha desde las voces que las hacen…
La cotidianidad de una existencia que se hace, de una identidad que se define
Mitsuyo Kakuta. Ella en la otra orilla
El título me indica el recorrido del relato, y al mismo tiempo, nombra la singularidad de ese sujeto protagonista. Reconozco, entonces, antes de comenzar la lectura, la relevancia de Ella.
Un Ella que sí, singulariza, pero también metaforiza a las mujeres en su condición de personas. Ese escueto pronombre personal de tercera persona del singular, denota, nombra e identifica a los sujetos de acción del relato: mujeres. Mujeres definiendo su identidad en la cotidianidad de una contemporaneidad común a todas.
En la otra orilla, metaforiza también, el proceso narrado. Un proceso que se inicia con la proposición inicial: “Me pregunto hasta cuando seguiré siendo yo”. Menos una pregunta que una afirmación. Un gesto que se reitera en las permanentes preguntas con que las protagonistas, se interrogan, se cuestionan, se interpelan.
“ Para qué crecemos? Cuando nos hacemos mayores, ¿podemos decidir algo por nosotros mismos? ¿Podemos escoger el camino que nos parece oportuno sin perder por ello a la gente que queremos?”… “sonrió con amargura al darse cuenta de que se hacía la misma pregunta una y otra vez. Eso quería decir que no había cambiado desde niña, cuando a menudo se preguntaba: “¿Y si fuera otra completamente distinta…?
Pero también, la otra orilla, es el espacio donde es necesario llegar. Un espacio que puede metamorfosearse con el paraíso y metaforizar -el logro de la identidad como proceso que consuma las preguntas y sintetiza las respuestas. Por eso, dice: De nuevo se quedaron calladas, con los codos apoyados en la barandilla y el río a sus pies. –Da la impresión de que es el cielo. ¿Verdad? Es como si el firmamento pasara bajo nuestros pies, como si estuviéramos muy, muy arriba, tanto que llega un momento que ya no sabes dónde estás. ¿Tú, sientes lo mismo?
Es en el final del texto donde esta metáfora, se ilumina en toda su significación. (Transcribo el fragmento porque me parece excepcional) Soyoko levantó la vista. Justo delante vio con toda claridad un lugar donde nunca había estado, como si fuera un recuerdo verdadero. Era la ribera de un río junto a una carretera. Crecían hierbas de verano altas y densas. Dos chicas caminaban, sus faldas al viento, el cabello resplandeciente al sol. Se divertían, no dejaban de reír. De pronto, levantaron la vista para mirar a la mujer que las observaba en la otra orilla. Era Sayoko. La saludaron sin dejar de gritar algo a pleno pulmón. Ella devolvió el saludo. Gritaron aún más fuerte. “ ¿Qué? No oigo” Empezaron a saltar sin dejar de señalar el río en la dirección por donde habían venido. Sayoko vio el puente. Le hicieron señales para que cruzase y se uniera a ellas. Se levantó la falda y corrió tan de prisa como pudo. La corriente fluía despacio entre ellas, reflejaba el cielo.
Metáfora, pero también, apretada inclusión y síntesis.
Veamos cuales son estos elementos discursivos: las tres mujeres, protagonistas del relato. El verano, ese tiempo de esplendor de toda vida. El río. Un puente como medio imprescindible para llegar a la otra orilla. Dos mujeres que están allí, del otro lado. La felicidad. Las palabras que no se escuchan, no comunican el llamado a Soyoko que aún está de este lado. Solo están los gestos que señalan el río. La decisión de cruzar rápidamente el puente y llegar hasta donde están las otras dos mujeres. Nuevamente la identificación del río con el cielo. La corriente de agua que fluye como metáfora de la identidad: un proceso en permanente construcción. Y allí… el final de las secuencias narrativas.
El fragmento ha logrado fusionar, no solo los elementos del relato, sino expresar la significación que tuvieron en el texto.
Y entonces, retornamos desde el comienzo la lectura y entendemos las dos historias que se intercalan en los capítulos del texto para confluir en el último, en ese encuentro en la otra orilla. Una es la historia de Soyoko, esa ama de casa con una niña, que necesita afirmarse como persona antes que como madre y como esposa. Una mujer que busca desprenderse de sus miedos y temores en la pertenencia al mundo del trabajo que resulta el espacio específico para encontrar el diálogo con otras mujeres, el reconocimiento de sus capacidades y posibilidades, el desarrollo de su autonomía en la sociedad de la que forma parte. Logrado ese proceso, podrá dar las respuestas a las otras cuestiones vitales que la asedian. Antes, no. Por eso, en el fragmento final, corre apresurada al otro lado por el puente, pues ha afirmado su decisión de ser ella, de vivir como solo ella quiere. De ahí, la imagen final corriendo apurada y feliz por ese puente que la conduce al reconocimiento de sí, como persona.
La otra historia es la de Aoi, desde sus primeros años. Ese momento de su vida signada por un permanente distanciamiento con quienes la rodean. El largo proceso para superar ese aislamiento y el descubrimiento final de que la afirmación de su identidad y la amistad con otras mujeres,-sus amigas- pueden lograr su integración en el mundo donde vive. Es un proceso de autoconocimiento que se traslada desde la infancia, adolescencia hasta esta etapa de la vida en que el relato confluye en ese final con que se cierra el texto.
Mujeres de estos tiempos. Reflexiones, interpelaciones, búsquedas, decisiones, transformaciones, cambios… compendian las posibles formas de llegar a esa otra orilla, metáfora de la libertad, la autonomía y el logro de la identidad.
Una hermosa y diáfana lectura. Serena como ese río que refleja el firmamento. La vida que se hace desde el transcurrir rutinario de los días. La historia de mujeres que viven mientras tratan de ser ellas… en la otra orilla que tantas veces se ocultaba y que hoy es más posible de ser reconocida. .. y alcanzada.
Un texto que tiene la sabiduría milenaria de los orientales, en ese discurrir sobre la vida como espacio de potencialidades de cada uno, en el indispensable conocimiento de la interioridad… en este caso, de las mujeres de este tiempo. Un texto para entender y también para entendernos.
La identidad signada por una memoria sin olvido por las formas inexplicables de la ausencia
Ruth Zilberman. La dirección del ausente
Distintas lecturas podemos hacer de este singular texto… Y, digo así, porque me ensimisman las maravillosas imágenes que me hacen ver, observar y contemplar los espacios que describen las miradas del relato.
Les decía distintas lecturas y se las enumero. Una diversa interpretación del Holocausto.
Una metáfora de los posibles recorridos por ciudades: París, Varsovia.
Un nuevo sentido de la búsqueda de los orígenes y la traslación de los mitos de cada familia, de cada grupo humano.
Un armado de la identidad- pero ahora- retaceada, disuelta, deformada por las innumerables ausencias – inexplicables muchas veces- vividas por los sujetos de una generación, de un tiempo histórico determinado.
Yo, elijo este. En las sucesivas interpelaciones que me requirió el breve texto -pero no por eso menos denso y lleno de significaciones- emergía cada vez con mayor nitidez, la imagen de las mujeres protagonistas guardando esa memoria sin olvido, sufriendo esas ausencias diversas, permanentes. Una imagen como líneas de luz que al cruzarse, entrecruzarse, compendiarse, dibujan una sola imagen de mujer superpuesta de fragmentos, pero definida en la tersura de sus rasgos.
Me dije, entonces, que esta lectura, podría integrarse en estas, mis palabras que hablan de identidades de mujeres. Ahora, desde la paradójica confusión de la memoria y las ausencias. Y… ¡acá estamos!
La dirección del ausente, en la estructura discursiva que plantea, remite a las búsquedas posibles para diseñar una identidad sobre retazos, sobre hiatos, sobre memorias. Por eso,-avanzo en la lectura- podemos atisbar dos espacios en los enunciados. Uno primero que comprende los distintos capítulos de El estado de los lugares y En el este, siempre desde una voz narradora claramente identificable a pesar de alternar el protagonismo en los hechos secuenciados con esa voz que solo explica, que se limita a transcribir las memorias de los otros. Hablar también de su experiencia.
Esa voz narradora en primera persona, enuncia el relato que se complejiza en las distintas historias, para terminar en la situación con que se inicia el texto. Hacemos, así, un recorrido circular que remite a los comienzos para repetirse una y otra vez, en las siguientes lecturas y de esa forma, reiniciar la búsqueda, el recorrido, la suma de posibilidades en esas memorias que no acaban.
El estado de los lugares en los siete fragmentos que los hacen. Un vagabundeo inacabable por ese París de los setenta. Una ciudad democrática, más aún, teñida de un socialismo regenerador donde no han logrado apagarse los ecos de esa segunda contienda de mitad de siglo: en esos rincones inalterables con esos centinelas que resguardan pasados con sus sombras. La historia de la Guerra actualizada, donde la madre es una niña y comparte con su madre y con su hermana el tiempo de los campos de exterminio. Un presente que muestra la memoria agazapada en los silencios, en las muertes que suceden, en los ausentes que no vuelven, en las imágenes que insisten en la carnadura de la existencia vivida y compartida, en esos centinelas como metáforas de la historia de una ciudad que logró sobrevivir y que ahora permanecen como rastros posibles de otros tiempos. La búsqueda de ese Hombre-abuelo, padre, esposo- que no regresó nunca, convertido en el ausente, reducido a solo un rastro impreciso, a datos incompletos, a archivos interminables, a ese lugar que define la ausencia sin presencia. Varsovia, el campo, el pasado congelado, aquella vida entorpecida por la muerte. Mujeres: madres, hijas, nietas, nuevamente madres, hijas, hermanas, otra vez, madres con hijas, la hija con su propia hija… toda la dinastía de una familia con ausencias de hombres… Mujeres, solo mujeres en los relatos de la vida y de la muerte, acompasadas en la memoria que no olvida y que está siempre presente en esa suma de retazos que las hacen reconocibles, identificables.
Y en todos esos hechos, lugares, años con sus días y sus meses, la voz que habla de sí misma –esa voz que es la memoria de los tiempos- en ese borbotoneo donde dice: “Era abajo la masa líquida y verde que había que buscar, bajo el barro que había que buscar, hundirse, con el cuerpo distendido, absorber el agua. Dejarse empapar, envolver y partir en puntas de pie hacia el final del agua, hacia su fondo”… “Arrastraba conmigo, hacia el fondo del agua, las huellas de los siglos recorridos, las huellas del hombre lobo que, con tanta fuerza, había intentado mantener con vida y, antes que yo, mamá”.
Esa búsqueda se continúa…
En el Este -esos tres fragmentos- con el protagonismo de esa voz que también hace su historia y busca congelarla en las imágenes de un documental. Varsovia, la ciudad de otro pasado, enmarañado en la búsqueda de los ausentes donde ella, metafóricamente pierde su identidad en el extravío de su documento. Varsovia con las frustraciones intactas de algún cambio, de algo de felicidad entre los humanos, con ese ramillete de heroísmos fracasados. La continuidad del amor, convertido en una ausencia.
Por eso, la protagonista ahora es quien busca ese tiempo de la desaparición. Llegó el tiempo de la revuelta: yo quise apropiarme del poder de la desaparición. Volverme, a mi turno, amnésica, era tan fácil. Alcanzaba con reencontrarme con mis fronteras de antes, ignorar la nueva geografía-topografía parisina, topografía de mi cuerpo-.
Ese estado que simula la vida. Gozábamos como esos para quienes el acople de los cuerpos precedía, brutalmente, la desaparición. Y los gritos de amor, no eran más que gritos de la vida amenazada, transportados hasta el eco. Una nueva desaparición: la del amor, siempre sin olvido…. La imposibilidad de vivir en el presente y anudar la ciudad a ese pasado donde hubo otro ausente… inexplicable, como ahora.
La muerte aparece como el único espacio posible en esas aguas espesas que cubren todo el mundo. Y me di cuenta de que, en el futuro, me iba a convenir filtrar, volver confiable para ella como mi madre lo había hecho conmigo, la inquietud del cielo vacío sobre nosotras, la inquietud de la materia burbujeante e invisible que se agita en la superficie de los ríos.
Continuidad de la memoria. Como mi madre había hecho conmigo. Es ese sentido de las mujeres como continuidad, como presencia, opuesto a la desaparición,-aunque se pueda optar por ella en esa nueva dimensión de las mujeres- a la ausencia de alguno, de otro, es lo que provoca el milagro de la vida: Y es la sensación del peso de la pequeña en mis rodillas, la visión de su cuerpo apoyado en la baranda, al acecho de los cuerpos que podrían emerger en la superficie que me llevan temblando, tosiendo, paralizada, sobre la orilla cubierta de piedras.
Una suerte de epígrafe final, completa el texto: Io non mori e non rimasi vivo. Yo no morí y no me mantuve con vida. Yo no morí y no permanezco con vida. Quizás está diciendo: La vida vivida sin vida.
Yo-mujer como tantas otras – Yo no morí pero no vivo-… acá estoy en esa identidad de presencias, de permanencia, en esa tozudez de seguir estando… porque la identidad es eso en las mujeres: la presencia que niega la ausencia. Una presencia visibilizada en las historias fragmentadas, pero también en la repetición y continuidad de las mujeres en los tiempos.
El otro espacio -el capítulo último- adosa ese sentido de repetición permanente, interminable: Ventriloquias -esa capacidad de modificar la voz para imitar otras voces, otros sonidos-. Por eso reitera el epígrafe inicial. Yo no morí y no quedé con vida.
Por eso la propuesta es tomar la voz de otra, las voces de todas para hablar por aquellos que no tuvieron ni tienen, ni tampoco tendrán voz. Esas víctimas mujeres similares a las protagonistas del relato, en nuevos relatos imprecisos- metaforizadas e inmovilizadas en la foto: imagen palpable de una identidad siempre presente, siempre viva. De ahí las preguntas que cierran finalmente el texto: ¿Quién quisiera vernos, mirarnos? ¿Quién nos mirará?
Me quedo pensando en las infinitas preguntas que completarían esa dirección del ausente. Hablo. Digo. Interpelo. Me incorporo como mujer a esas preguntas. Las formulo. ¿Estarán todos ausentes quienes puedan mirarnos? ¿No habrá alguna presencia, en esa dirección del ausente que buscamos y que terminó confundiéndonos en las múltiples ausencias? Inmensa ventriloquia la metáfora de esa foto con los epígrafes que cierran el texto. Encierran todas las voces posibles. Enuncian las palabras que nombran ese tejido de identidades que las mujeres despliegan ahora, como desplegaron antes, y seguirán desplegando, después.
Podría… podría… Un texto demasiado hermoso…. Un lenguaje extraviado en la capacidad infinita de nombrar y ser nombrado. Maravillosamente triste. Me excede. Solo quiero decirles que lo lean lentamente… mirando como solo ella mira… relatando como solo ella relata… esperando como solo ella espera. Más allá de la vida posible. Más allá de las inexplicables, insoportables ausencias. Un texto de mujeres.
La identidad enunciada desde Latinoamérica profunda en su vitalidad enorme, inexplicable.
Jamaica Kincaid. Autobiografía de mi madre
Nombrar da consistencia, afirma la existencia.
Relatar una historia, convierte un enunciado en lo posible.
Jamaica Kincaid, nombra para asegurarse de estar viva en esa voz en primera persona que habla de sí misma. Esa voz que le permite reconocer y ser reconocida. Estar en el mundo y saber qué es ese mundo. Ser una mujer y delimitar las posibles maneras de estar siendo. En definitiva: existir, tener una identidad desde el lenguaje, desde las palabras que nombran, que construyen ese mundo y ese tiempo. Hablar de mi situación, decírmela a mí misma y a otros, es algo que haría siempre. Fue por todo esto que terminé siendo tan consciente de mí misma.
Es así que cuenta su vida desde la vida de la madre que no tuvo. Dice: ¿Quién era yo? Mi madre murió en el momento en que nací. No eres nada todavía en el momento de nacer. Este hecho de mi madre muriendo en el momento en que nací se convirtió en el tema central de mi vida.
Por eso es una autobiografía de la madre lo que escribe. De ahí el título del texto.
Autobiografía de mi madre. Una contradicción que se esconde en esa acción de escribir sobre sí misma –autobiografía– pero asignada a otra persona – de mi madre-. Contradicción que se desgaja, que pierde su sentido, cuando escuchamos su voz que la particulariza, la explica, la define.
Una autobiografía que se asienta en ese hecho inicial del nacimiento, pero que se expande en el transcurso de su vida y de los años. Este relato de mi vida ha sido un relato de la vida de mi madre tanto como un relato de la mía, y con todo, también un relato de la vida de los niños que no tuve, como es el relato que ellos hacen de mí. En mí, está la voz que nunca oí, la cara que nunca vi, el ser del que nací. En mí, están las voces que deberían haber salido de mí, las caras que no permití que se formaran, los ojos que nunca dejé que me vieran.
Y concluye en una afirmación que es la marca de su identidad, el aura que nimba su persona. Este relato es un relato de la persona que nunca tuvo permiso de ser y un relato de la persona que no me permití ser. Imposibilidades Carencias. La suma de límites del mundo y de los otros… pero también, aceptación muda de esos límites. Negaciones todas que se metaforizan en ese sueño donde su madre está presente y ella solo puede atisbar un fragmento de su cuerpo. Sueño reiterado y buscado como posibilidad de entenderse y entender. Empecé a soñar con mi madre. La vi bajar por una escalera. Usaba un vestido blanco, el ruedo le llegaba justo a los talones y eso era lo único de ella que estaba expuesto, sus talones; bajó y bajó pero nada más de ella fue develada. Solo los talones y el ruedo de su vestido. Al principio anhelaba ver más y después me bastó con ver sus talones bajando hacia mí. Conformidad muda con solo ver ese fragmento del cuerpo. Nada más. Ni una mirada, una palabra, un gesto, una sonrisa. Metáfora de su vida y de las sucesivas negaciones que sufrirá en su identidad de mujer latinoamericana.
Dijimos también que relatar convierte un enunciado en lo posible. Y entonces, la voz narradora, nos lleva por los infinitos recodos de una vida en la que se entremezclan la vida de los otros con la suya -en la carnadura material de la existencia- con las vidas que no fueron: lo posible.
Los distintos momentos de una vida: la niñez, la adolescencia, los años venturosos de ser joven, la adultez, la vejez que se insinúa con las pérdidas los desgarramientos, las partidas. La insolencia de la orfandad-mitad cierta, mitad apócrifa- . El rechazo visceral de los otros hacia ella y de ella hacia los otros. La marginalidad elegida. La maternidad rechazada. L a soledad tolerada, buscada, enaltecida. El ensimismamiento en sí misma y el desconocimiento del otro. El amor demudado. La penumbra en los días.
Un relato que se hunde en ese espacio y ese tiempo donde transcurre su existencia. Latinoamérica, profunda en su vitalidad enorme, inexplicable.
Digo “vitalidad enorme” y recupero la fuerza, la consistencia de la naturaleza en la conformación de esa vida vivida y relatada. Así en esa reiteración concreta. El sustantivo –vida-se magnifica con los adjetivos –vivida y relatada- que connotan y denotan simultáneamente.
Las palabras se deslizan –entonces- por las ubicuas fronteras de la poesía remedando esa vitalidad enorme, ese sinsentido de la naturaleza.
Esa naturaleza visceral, sin límites. Mi vida –silenciosa, suave y vulnerable como los vegetales, sometida a los poderosos caprichos de otros, diurna, empezando con la pálida llegada de la luz en el horizonte cada mañana y el asalto repentino de la oscuridad cada noche. Era tanto un misterio para mí como una fuente de mucho placer: amaba la cara gris del cielo, porosa, granulada, que me seguía a la escuela mañana tras mañana, mojándome con suaves flechas de agua; la cara de ese mismo cielo cuando era de un azul despiadado, el telón de fondo de un sol implacable; el calor encarnizado que con el tiempo se volvió parte de mí, como mi sangre; los árboles avasallantes que crecían sin freno, como si la belleza fuera solo un tema de tamaño y yo podía distinguirlos si cerraba los ojos y escuchaba el sonido de las hojasfrotándose unas contra otras; y amaba ese momento en que las flores blancas del cedro empezaban a caerse al piso con un silencio que yo podía oír, un beso suave de rosa y blanco , y un día más tarde, aplastadas, marchitas y marrones, una molestia para la mirada; y el río que se había convertido en una pequeña laguna cuando un día por sí mismo cambió su curso en cuyas orillas me sentaba a observar familias de pájaros y sapos desovando y el cielo cambiante de negro a azul , y de azul a negro y la lluvia que caía sobre el mar más allá de la laguna pero no en la montaña que estaba más allá del mar.
Bellísimo, ¿no? Leerlo en voz alta. Después cerrar los ojos y ver ese espacio inconmensurable, único, de nuestra América.
Un espacio donde se confunden los hombres con todo lo que hace a la naturaleza mágica, impredecible. Identidad metamorfoseada. Uno y otro. Otro y uno. Naturaleza y hombre identificados en la fuerza de la vida que arrolla, que disuelve límites y muros.
Miren este fragmento con la descripción del amante. Oh! La pasión que estalla y que se dice de mil formas… pero que en Kincaid tiene una sustancia poética particular: la identidad de una mujer latinoamericana. Su boca realmente parecía una isla, ahí en un mar del color de las ramas, extendida de este a oeste, más ancha cerca del centro, con pequeñas arrugas de un tono apenas más claro que el mar color de las ramas en el que estaba, la zona en la que dos labios se encontraban desaparecía en el rosado más rosado, y aunque debo haber tenido su boca en la mía, mil veces, era siempre nueva para mí.
Pero dijimos también, que Latinoamérica es inexplicable.
¿Porque digo inexplicable? Digo así por la situación de colonialidad de vastos territorios. Por la marginalidad en que viven muchos habitantes. Por las diferencias abismales entre ellos.
En el texto, una interrogación se reitera una y otra vez como conjuro, como confirmación de ese carácter, de esa imposibilidad de ser explicada, reconocida. ¿Qué es lo que hace girar el mundo?
La respuesta puede ser dada desde distintos sujetos. La voz narradora habla de hombres de piel clara que vinieron o que nacieron en este continente, en una situación especial de dominio y de certezas. Pero también, habla de otros. Otros, sin dominio y sin certezas. Ella –la protagonista y voz narradora simultáneamente- es uno de ellos. Entonces, nuevamente se pregunta: Y ¿qué pregunto yo? ¿Cuál es la pregunta que puedo hacer? No tengo nada, no soy un hombre. Pregunto, ¿qué hace que el mundo se vuelva en mi contra y en contra de todos los que se parecen a mí?
Preguntas que condensan esas subalternidades diversas, múltiples, de que están hechas las identidades latinoamericanas y que la determinan, la hacen en su identidad: mujer, mestiza, nativa de Antigua, esa isla colonizada por los británicos. Y entonces… el texto indaga en estas situaciones. Mestiza desde no solo el origen racial, sino desde la concepción que apuntala esa condición. Así dice de los padres de su padre: Su padre era un hombre escocés, su madre era de los pueblos de África y esta diferencia entre “hombre” y “pueblos” era una diferencia importante, porque uno de ellos se había bajado de los barcos como parte de una horda, ya demonizada, la mente en blanco para todo menos para el sufrimiento humano, cada cara igual a la del lado; el otro se había bajado de los barcos por su propia voluntad buscando cumplir su destino, una visión de sí mismo que tenía en el ojo de la mente.
Maravillosa identificación que permite entender las diferencias. La leo una y otra vez, en esa síntesis increíble de los vencedores y los vencidos de la Historia. Hombre, singular. Pueblos, en la redundancia de la pluralidad del colectivo.
Este origen racial se complejiza más aún, al hablar de su madre. Cuando mi padre recorrió la piel de mi madre por primera vez no hubiera comparado su textura con el satén o la seda porque a ella no le habían asignado ninguna preciosura o belleza extraordinaria: el color de su piel-marrón, del naranja intenso de una atardecer antiguo- no era el resultado de un encuentro predestinado entre el conquistador y el derrotado, la pena y la desesperación, la vanidad y la humillación, era solo lo que era, un hecho despreocupado: ella era del pueblo Carib. ….
Dice, rememora, los Carib: Que ese pueblo, el pueblo de mi madre, se balanceara precariamente en el filo de la eternidad, a la espera de ser tragado por el gran bostezo de la nada, no estaban en duda, pero la parte más amarga era que no era culpa de ellos que habían perdido y perdido de la manera más extrema; habían perdido no solo el derecho de ser ellos mismos, se habían perdido a ellos mismos.
Por eso imagina a su madre y lo hace desde la pertenencia a ese pueblo. Un pueblo derrotado, en los márgenes de la nada. De ahí, esa tristeza, esa debilidad en su aire de estar perdida desde siempre, en el derrumbe de la línea de sus ancestros, en su desaliento, en su falsa humildad que era en realidad, derrota.
El relato de su vida concluye en ese reconocimiento de su identidad. Yo formo parte de los vencidos, de los derrotados. El pasado es un punto fijo, el futuro tiene final abierto; para mí, el futuro tiene que seguir siendo capaz de iluminar el pasado de manera tal que en mi derrota esté la semilla de mi gran victoria, en mi derrota esté el principio de mi gran venganza.
Metáforas. Metáforas. Escuchamos la voz narradora que ya es solo palabra poética pronunciada, enunciada, musitada. Esboza así el retorno a la identidad del espacio latinoamericano en esa vitalidad enorme, en esa fuerza no prevista subyacente desde siempre. Su esposo y ella en el ensimismamiento de una vida propia, diferente. Él y yo vivíamos en ese conjuro, el conjuro de la historia Cada mañana las grandes montañas cubiertas de verde perenne nos enfrentaban por un lado, la gran franja de agua de ese mar grisáceo nos enfrentaba por el otro. El cielo, la luna y las estrellas y el sol en ese mismo cielo, nada de estas cosas estaba bajo el conjuro de la historia, ni del suyo, ni del mío ni del de nadie.
Finalmente, el deseo inconmensurable de una identidad que es eso solamente: Identidad
Identidad sin la pregunta ¿qué hace girar el mundo?
Identidad sumergida en la vitalidad de la existencia. Sin derrotados ni vencidos.
Inexplicable era la palabra que yo había elegido para nombrar Latinoamérica.
Inexplicable, no como carencia, sino como posibilidad, como rasgo distintivo.
Oh, ser parte de una cosa así, ser parte de cualquier cosa que está fuera de la historia, ser parte de algo que puede negar la ola de la mano humana, el latido del corazón humano, la mirada el ojo humano, el deseo humano mismo.
¿Increíble, no? Una maravilla esa capacidad de las mujeres para recorrer, sinuosa, lentamente la identidad que se presumía sin voz y sin palabras.
Una identidad con toda la consistencia de las palabras que la nombran.
Un relato que al narrarse, se hace posible para siempre.
Y hace posible, también, la identidad de mujeres latinoamericanas.
Bellísimo texto. La profundidad de sus palabras se suspende y queda no solo en la memoria del relato, sino en la transparencia de un mundo que reconocemos como nuestro.
La identidad desde una Naturaleza que es mezcla de dioses y de humanos. Desde ese estar del otro lado
Akwaeke Emezi. Manantial
Uno de los libros más extraños que he leído. No por la estructura o los recursos formales, sino por la representación de ese mundo que no pude asir, ni hacerlo mío. Lo leí, Lo releí… y me dije: Es importante que acceda a textos como este, que reconozca el mundo en su totalidad y sus fragmentos, en sus disidencias y también en estas extrañezas.
Me pregunto: ¿Qué sentirán ustedes, al leerlo?
La crítica lo define en dos palabras. Oscuro y conmovedor. Quizás esa sea la síntesis perfecta del texto. También, la define como una manera muy diferente de estar en el mundo en esa exploración de la otredad de un alma que lucha por encontrar la paz.
Yo lo definiría como el diseño de la identidad desde la disidencia con el mundo en que se vive, desde una interioridad fracturada entre la racionalidad y la suma de fuerzas irracionales actuantes desde la inmersión en el mundo natural. De ahí la significación del título. De allí, también, el sentido de los epígrafes.
Manantial. Manantial como flujo, como movimiento continuo, como transformación y cambio permanente, como la identidad que se hace, que sucede y que finalmente, identifica. Por eso el texto se cierra con este fragmento esclarecedor. Veo una ruta roja que se abre, una selva verde a cada lado y el azul del cielo encima de todo. El sol me quema la nuca. El río está lleno de mis escamas, Tengo menos miedo en cada paso que doy. Soy la hermana que resiste. Soy una aldea llena de otros, un compuesto de huesos y miles de transparencias. Porque debería tener miedo. Yo soy el manantial. Multiplicidad. Diversidad. Complejidad.
Quizás, la estructura del texto afirma esa significación. Veintidós capítulos, organizados en tres partes. La primera, sin título alguno. La segunda Igaladri que significa resurrección. La tercera, Nzoputa, salvación. Del nacimiento, a la suma de experiencias, a la vuelta a la vida, para terminar en la salvación como sinónimo de la identidad. O lo que es lo mismo: reconocerse en el manantial.
Distintas voces narradoras, se alternan en la narración de las secuencias. Voces que se identifican como Ada-la protagonista-, Nosotras- las fuerzas actuantes en la interioridad de Ada-, Asughara –la complejidad de los instintos-. Había llegado yo, carne de su carne, sangre de su sangre. Yo era lo salvaje bajo la piel convertida en un arma, el arma sobre la carne. Ahora estaba yo ahí. Nadie más iba a volver a tocarla.
A su vez, cada capítulo lleva siempre un epígrafe. La mayoría en el idioma nativo de Ada- es de Nigeria-. Orientan la lectura, conforman un sistema de referencias sobre las significaciones posibles.
Es el epígrafe inicial el que metaforiza el sentido del texto. Para aquellos con un pié en el otro lado. Es decir, para los otros, aquellos diferentes, los que habitan un mundo de fragmentos y están en uno y otro al mismo tiempo.
El epígrafe del primer capítulo, asimismo resulta esclarecedor. He vivido muchas vidas dentro de este cuerpo. He vivido muchas vidas antes de que me metieran aquí. Viviré muchas vidas aún después de que me arranquen de él. Ratifica el sentido del manantial. Sintetiza las secuencias narrativas. Es como un hilo conductor que nos conduce en las sucesivas transformaciones de la protagonista y deja abierto el texto a otras indagaciones posibles.
El relato se centra en la protagonista, Ada. Una protagonista definida desde esas voces plurales de Nosotras. Esas fuerzas que cohabitan el cuerpo de Ada. Nosotras, así, explicitadas Venimos de alguna parte, como todo lo demás. Cuando la transición de espíritu a carne se completa, las compuertas deben cerrarse. Es un acto de bondad. Sería una crueldad dejarlas abiertas. Parece que esta vez, los dioses se olvidaron, a veces pueden ser así de distraídos.
Esta explicación se continúa con la descripción del nacimiento de Ada. En el momento en que ella (nuestro cuerpo) se abrió paso hacia el mundo, empapada y estruendosa como mil tormentas, las compuertas quedaron abiertas. Para ese entonces, deberíamos haber quedado ancladas en ella, dormidas dentro de sus membranas, en sincronía con su mente. Esa habría sido la forma más segura. Pero las compuertas quedaron abiertas y, sin barrera que no separaran de nuestros recuerdos, quedamos desconcertadas. Éramos ella y otra cosa. No estábamos conscientes pero estábamos vivas. De hecho, el problema era que seguíamos considerándonos nosotras en vez de simple y concretamente ella.
Una primera consideración que coloca a Ada con un pié del otro lado. Es decir, una creatura diferente. No solo por la presencia de estas fuerzas en su persona, sino por la serie de circunstancias que –develadas- muestran esa distorsión en su identidad. Así asistimos a la aparición y cubrimiento con distintos tipos de piel que significan el crecimiento, la madurez, la vida que se vive. Experiencias posibles de todo ser humano, pero metamorfoseadas aquí, en las distintas fuerzas que conviven en su interior y la transforman, la definen, la conforman. Fuerzas que justifican las situaciones límites en las que se ve envuelta y que conducen a esa resurrección, preludio de la salvación y la aceptación del manantial como identidad.
Escribo esto, y me pregunto si este crecimiento y desarrollo, no plantea el desarraigo como elemento definitorio de esa búsqueda. Ada, emigra de su lugar de origen a EEUU, donde vive los distintos procesos y experiencias. Ese epígrafe inicial –Para aquellos con un pié en el otro lado- también, puede referirse a aquellos que están del otro lado del mundo, espacialmente hablando. Ese mundo escindido en fragmentos que posibilitan distintas formas de existencia. Distintas vidas. A la escisión inicial de su nacimiento, a esa paradójica conjunción de fuerzas divinas y humanas, se le suma esta orfandad del desarraigo. Otra posible lectura del texto.
Yo agrego, otra consideración sobre los múltiples exilios contemporáneos, sobre la carencia de raíces en los sujetos que dificultan la continuidad de la identidad desde los orígenes o desde la vinculación con las tradiciones, los inicios comunes a un grupo de pertenencia.
Ada, recorre esos distintos estados, esas situaciones que escalonan esa salvación-metafórica- que no es otra cosa que tomar conciencia de la identidad conseguida, lograda, definida. Sabía que era imposible cerrar las compuertas, pero yo era un puente, así que eso ya no importaba. Si hubiera sido otra quizás habría estado llena de preguntas e insegura, buscando mediadores o haciendo preguntas a mis ancestros. Pero me había rendido y la recompensa era que por fin sabía quién era.
El texto resulta así, una posibilidad distinta de hablar de una mujer sobre la problemática de la identidad. Apela a la diversidad de culturas y creencias en esa poética que subyace en la historia de Ada, en los mitos apelados, en las metáforas que significan y que también, nombran. A su vez, puede entenderse como la historia del desarraigo contemporáneo que escinde, fragmenta, distorsiona.
Posibles lecturas
Sigo buscando voces de mujeres. Las leo, las escucho. Las guardo para ustedes. La Historia en las historias de mujeres. Poemas, cuentos, novelas. Todo en la incandescente, luminosa, única identidad de las mujeres.
Mientras, sigo viviendo –como ustedes- esta imprecisa primavera.
Hasta la continuidad de este encuentro en uno nuevo…
María
Textos:
Emezi, Akwaeke; Manantial Chai. Editora Buenos Aires. 2021
Kakuta, Mitsuyo; Ella en la otra orilla Edición digital Titivillus. Lectulandia.com. 2004.
Kincaid, Jamaica; Autobiografía de mi madre Editorial La parte maldita. Buenos Aires. 2021
Zylberman Ruth, La dirección del ausente Editorial Mar Dulce Buenos Aires. 2016.
* Docente e investigadora. Fue profesora de Literatura Argentina y Movimientos Estéticos, Cultura y Comunicación en la ex ECI, a la que dirigió en dos oportunidades. Es la primera Profesora Emérita de la FCC-UNC.