Por Julieta Paoloni
Llegó y abrió la puerta. No como siempre, esta vez vaciló antes de dar la segunda vuelta de llave (jamás vacilaba).
Tras el chillido de siempre, la alfombra en el piso. El mismo pliegue, el mismo polvo de cuando se había marchado. El sillón inmutable, su última figura trazada allí, el aroma a la salsa que dejó sin terminar.
Hubiera preferido que todo fuera un tumulto, un insaciable huracán. Hubiera preferido que la tetera estuviese en el otro estante y no en el marroncito claro donde siempre. Y la música, esa maldita música insaciable del vecino, la misma canción de cumbia de las dos de la tarde y de nuevo el aroma, y la música y su figura en el sillón y la quietud y… la salsa, la riquísima salsa de mamá abandonada en la sartén, confinada a un olvido que no merecía, carente ya de cualquier sentido ajeno a una nostalgia insistente y ocupante.
Y la quietud.
Se dirigió exhausta hacia la habitación, quería encontrar su cama (pero destendida) y allí estaba perfectamente plegada como a ella le solía gustar antes de la muerte. Y el libro de Cortázar en la mesita de luz de la izquierda.
Y el silencio.
El sordo, abrumador silencio. Cómo no haberlo oído antes.
Y su madre, ilesa pero muerta, los ojos perdidos en alguna penumbra.
Y la quietud, y el silencio.
Cómo poder descansar así tan macabramente cuando algo se le retorcía dentro, el pulmón, el estómago vaya a saber uno que cosa. La piel sumida en una transparencia que creía inexistente.
Y la tranquilidad.
Su madre, siempre tan tumultosa, huracanada, inquieta, haciendo todo sola y ahora, tan injustamente tranquila en su lecho.
Y volver a la casa, un sitio muerto, un trozo de eternidad al cual no se quiere llegar, la mismísima máscara. Y ella, tan ajena. Volver de la muerte hacia la muerte.
La alfombra, la música, esa maldita pava que silba como siempre pero ya no la molesta. Algunos ruidos que la inquietan aún más que el silencio de la pava.
Aquella noche no aguantó demasiado ese lugar, terminó concluyendo que esa no era su casa, ¿Qué hacía allí? Un vecino, una tetera, la cama tendida, la llave al lado de la puerta.
La quietud, la tranquilidad.
Cuando quiso salir la llave ya no encajaba en la cerradura ni ella en su propio cuerpo. Afuera, aquella no era su calle, ni el frente de su hogar era el frente de su hogar, ni su madre la del cajón, ni su lágrima cansada un espejo.