Un recorrido existencial y aleatorio entre casas y bibliotecas, calles y lecturas.

Por Ana Piretro *

De un tiempo a esta parte, viajar y recorrer distintas localidades se ha convertido en una constante para mí. Llego a cada lugar con diferentes propósitos, con distintas expectativas, con tareas asignadas –ligadas al trabajo- y con una curiosidad creciente. Esa curiosidad, en la mayoría de los casos, tiene la intención de motivarme a descubrir algo que me permita llevarme una postal inolvidable. En raras ocasiones salgo de una localidad sin una captura precisa -atravesada en las retinas- de algún aspecto que me haya convocado. Cual ritual ancestral, la primera acción que concreto es la de obtener un plano -de papel preferentemente- que comienzo a intervenir con marcas, flechas, siglas, horarios y otros dibujos menos relevantes que con el tiempo suelo olvidar a qué referían. Así, armo la agenda para pautar recorridos y distribuyo -entre tarea y tarea- paseos y visitas a espacios que me interpelan. Si bien es cierto que trazo esos recorridos con alta precisión, eso nunca fue un impedimento para que la serendipia -que vive entre nosotros- me llevara a lugares insólitos (al menos en relación con el circuito delineado previamente).

Una de esas situaciones sucedió, no hace mucho tiempo, un día en que decidí visitar la Casa Museo de Xul Solar en Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Recorrí el espacio, disfruté de las obras y formulé cantidad de hipótesis sobre el modo en el que están dispuestas; acerca de las formas misteriosas en las que -para mí- la vida del artista lo había llevado a producir y pensar -con amplia base en la dimensión espiritual- las producciones bellas mediante las que pudo plasmar lo sublime y lo horroroso de la humanidad. Concluido el paseo, decidí retornar al hotel en el que me alojaba; con calma y con la intención de ir conociendo otras partes de esa área de la ciudad que sólo había atravesado -a las corridas- en visitas anteriores. Me dispuse a hacerlo cuando vi un cartel que me produjo una honda risa: “No me baño ni para vos”. Estaba “grafiteado” sobre la puerta de entrada de un local. Me detuve, tomé una foto y, cuando iba a continuar el recorrido, me di cuenta de que aquel cartel de algún modo había trastocado mis planes.

Entonces, haciendo caso omiso a la regla, doblé una cuadra antes de lo previsto. Casi sin pensarlo, me paré frente un edificio que capturó mi atención. Por supuesto que decidí consultar para obtener información. Mi curiosidad genética necesitaba saber qué era ese lugar. “Es la casa de Ricardo Rojas”, me dijo un agente de policía apostado en la puerta. “Ricardo Rojas”, repetí en voz baja y recordé que ese era el nombre de la Biblioteca Popular de mi pueblo. El nombre de la biblioteca a la que, durante mucho tiempo, fui a buscar y a devolver libros que leí con mucho gusto. Libros de aventura, libros que permitían “armar” -en función de decisiones propias- distintos recorridos “alternativos” por una historia. Allí caí en las garras de Julio Verne, de Jack London, de Arthur Conan Doyle y de otro montón de escritores y escritoras que me llevaron a transitar mundos hasta ese momento desconocidos.

Revivido ese cúmulo enorme de recuerdos, entré a la casa de Ricardo Rojas. Enseguida sentí la necesidad de contarle a la persona que me había recibido que la Biblioteca Popular de mi localidad llevaba el nombre de Rojas; nombre respecto del que nunca había deseado conocer demasiado. A veces creo que por una cuestión empática; siempre me pareció un nombre aristócrata para un espacio que se decía/pensaba comunitario. Aún así, decidí poner entre paréntesis aquella sensación/percepción respecto de “la figura” y me permití asociarla a aquellos recuerdos que me habían asaltado. Sobre todo, porque escuchar que esa había sido su casa hizo que rápidamente volviera a pensar en el ruido que hacía la puerta de la biblioteca al abrirse, en el aroma que olía cuando recorría los estantes o en la luz que entraba por esa ventana y daba directo al lugar donde me sentaba cuando revolvía los libros hasta elegir qué llevar.

Caminé por la casa de Rojas, por el patio, por la sala de trabajo y cuando llegué al salón principal me encontré con un piano frente al que me quedé de pie imaginando cómo habría sonado durante alguna de las tantas tertulias que allí se habían oficiado. Luego seguí caminando y vi otras tantas cosas que, no entiendo bien por qué, siguieron remitiéndome a aquel recuerdo de la infancia. Una evocación que revive una y otra vez, a través de mis manos, cada vez que me acerco a una biblioteca; cada vez que me aproximo a un libro y  cada vez que me doy cuenta de que cuando recorro una ciudad, en definitiva, lo que hago es tratar de construir una historia que me permita seguir transitando, conociendo, disfrutando. Acrecentar ese deseo de armar mapas y compartir con otras y otros ese movimiento permanente del caminante; ese que me lleva a pensar que mientras pueda seguiré explorando ciudades, pueblos, barrios, calles…

Y llevaré algo de ellos a mi hogar cuando retorne, como un modo de guardar en un jarrito o en una suerte de vaso esos recuerdos que me convocan y que se ligan de alguna manera a mi vida. Vivencias que  permanecen allí, a la mano, como los libros en las bibliotecas o como los planos en los que seguiremos marcando coordenadas para continuar alimentando nuestra curiosidad.

 

Licenciada en Comunicación Social (ECI-UNC). Profesora asistente de las cátedras Taller de Práctica Docente y Residencia III y IV, del Profesorado Universitario en Comunicación Social (FCC-UNC). Participa en proyectos de investigación y de extensión referidos a lectura y escritura, y a comunicación, educación y tecnologías y medios digitales (SECYT-UNC). Es doctoranda en Estudios Sociales de América Latina, con orientación en Socio-antropología de la Educación (CEA) y becaria de CONICET.