Desde el punto de vista de sus consecuencias, la Revolución de Mayo inicia formalmente la etapa de ruptura del orden colonial que recién seis años más tarde se vio coronada con la Declaración de la Independencia, más no con la inmediata creación de un orden estatal nuevo.
Por Carol Solis, historiadora, profesora Adjunta Historia Argentina Contemporánea.
Pues, como señaló Halperin Donghi, a la revolución siguió la guerra, de la mano de la militarización de la política y sobre bases de poder también nuevas.
La Revolución de 1810 y la Independencia de 1816 se enmarcan así en las denominadas “Guerras de Independencia” que en nuestro país se extendieron hasta 1820. Para la historiografía liberal, acuñada por Mitre, la nacionalidad preexistente habría podido manifestarse, cristalizando una posición que homogeneizaba intereses diversos y, sobretodo, presuponía la existencia de un acuerdo entre clases y regiones.
Esta visión de la historia ha sido ampliamente discutida y revisada. En efecto, el eje económico Potosí – Buenos Aires entró en crisis por la pérdida del Alto Perú en la guerra con los realistas y se dio una progresiva reorientación atlántica de la economía rioplatense; por otro, se dificultó la adhesión a la causa revolucionaria en el interior y la guerra se impuso como dinámica predominante, consumiendo hombres y recursos de manera incesante; además, surgió el problema de la legitimidad (¿quién gobierna, cómo y por qué lo hace?).
De allí que pensar la revolución y la independencia dentro de la apertura de un proceso democratizador implicará preguntarse no sólo por los cambios en la administración y el sentido del poder político, sino también por la afectación de estos procesos en relación con el papel de los indígenas, los esclavos y las mujeres, por ejemplo.
Esto nos lleva a considerar la Independencia de 1816 dentro de un debate más amplio, regional y continental. Allí, Independencia y Emancipación resumen de algún modo las dos posiciones mayoritarias que se dieron entonces: los partidarios de la primera básicamente cuestionaban el monopolio de la política en manos de los peninsulares; mientras los segundos, integrantes de los movimientos más radicales, cuestionaban diversos ordenes de aquella sociedad de antiguo régimen y sostenían la necesidad de realizar cambios más profundos. Sin embargo, a pesar de varios cambios que pueden anotarse en la agenda de reformas sociales, pasadas las dos primeras décadas del siglo XIX, la balanza se había inclinado a favor de los promotores de la independencia, siendo desplazados del poder político los grupos más radicales. Este dato es vital para comprender más cabalmente lo ocurrido luego.
En clave latinoamericana, pueden mencionarse al menos cuatro procesos claves que se abrieron a partir de la ruptura de la dominación colonial. Por un lado, la construcción de un Estado, es decir de una organización política que reemplazara el orden colonial; por otro, la construcción de la Nación que no era una entidad preexistente, en todo caso predominaban las identidades locales o regionales y existía una aspiración a la nacionalidad. El tercer proceso fue la inserción de las economías latinoamericanas en la economía central y, por último, la transición de una sociedad estamental y rígida a una sociedad abierta, de clases, donde la movilidad social –en ambos sentidos- fuese posible. Desde una mirada regional más amplia, recién en el último tercio del siglo XIX la mayoría de los países había logrado algún acuerdo o impuesto un cierto orden político, tras varias décadas de enfrentamiento, autoridades provisionales, acuerdos, destierros, matanzas y crímenes políticos.
Pero volvamos a la Argentina. En 1916, el primer centenario de la independencia ocurrió en medio de lo que Ansaldi ha llamado el inicio de la trunca transición a la democratización. En efecto, desde la última década del siglo XIX, el régimen conservador que encarnaba los logros de la Argentina Moderna sufrió numerosas y crecientes impugnaciones a su dominio político. El régimen era impugnado por los sectores desplazados de la elite, gracias al faccionalismo de la política notabiliar, y también por las clases nuevas en ascenso excluidas del pacto dominante. De allí que, en 1912, la sanción de la ley Saenz Peña significó una trasformación desde arriba que intentaba contener aquellas impugnaciones pero que terminó significando el inicio de la democratización política que permitió el triunfo de la fórmula radical que consagró a Yrigoyen nuevo presidente. Se abrió entonces un tiempo nuevo, en el que la democratización del Estado y de la sociedad se convirtió en el verdadero desafío del nuevo régimen político.
Cuánto de aquel desafío fue resuelto puede intuirse si reconocemos que, entre el fin de esa primera experiencia democrática y este segundo centenario de la Independencia han ocurrido seis golpes de estado, varias dictaduras, y otros tantos procesos de democratización y desdemocratización.
Concretamente, en este 2016, los 200 años se conmemoran en medio de un nuevo ciclo de regresión de derechos tanto en Argentina como en la región latinoamericana, al son de renovados discursos que vuelven a naturalizar las desigualdades sociales, a legitimar la extranjerización de nuestras economías y a legislar la vulneración de derechos. La independencia ha sido desgajada nuevamente de la emancipación. Sabemos que democratizar nunca ha sido fácil, pero si renunciamos a hacerlo, esta independencia será una conmemoración vaciada. Los conceptos, como las memorias, son lugares de disputa. Disputemos entonces, el sentido de la independencia.