¿Hay un paralelismo entre los juicios a los jerarcas nazis y los que se celebran aquí a los represores argentinos?
Por Pablo Ponza. Docente. Egresado ECI. UNC.
En 1961 el periódico norteamericano The New Yorker envió a Jerusalén a Hannah Arendt, escritora de origen judío, que había sido víctima de los campos de concentración alemanes durante la Segunda Guerra Mundial. Una vez instalada y acreditada como reportera, Arendt cubrió durante meses los históricos juicios que el Estado de Israel seguía contra algunos de los más sanguinarios jerarcas nazis. Dichos juicios se convirtieron luego en un hito de la verdad, la justicia y la memoria colectiva de todo occidente. En el contexto del juicio Hannah conoció, entre otros genocidas, a Adolf Eichmann, máximo responsable del Departamento de Emigración Judía en Auschwitz quien, huyendo del castigo, se escondió en Argentina entre 1950 y 1960 con una identidad falsa. Contrariamente a lo que el dolor y la rabia le inclinaban a imaginar, Hannah, abrumada, cayó en la cuenta de que Eichmann, ese sujeto flacucho, pequeño, casi patético, no era un monstruo sino un burócrata del crimen, una pieza de la fría, cotidiana y despiadada maquinaria de muerte creada por el nazismo. Durante largas sesiones los sobrevivientes del horror se quebraron describiendo el calvario al que habían sido sometidos en los campos. Cada uno de los testimonios, cada unos de los insondables e intransferibles traumas del horror fueron minuciosamente registrados por el ojo abstracto y vacío de una cámara. También Eichmann respondió pacientemente a las preguntas de los fiscales, y con espeluznante cinismo describió la arquitectura de la muerte, describió incluso los protocolos de deshumanización de las víctimas. No hubo signos de arrepentimiento en el rostro de Eichmann, estaba convencido de lo que hacía, había sido entrenado para cumplir exitosamente con su trabajo, se sentía impune… En base al pavor que le provocó el caso Eichmann Arendt escribió el mítico Estudio sobre la banalidad del mal, donde expresó su honda preocupación por las condiciones que pueden conducir a un hombre a cometer actos tremendamente aberrantes por convencimiento, por obediencia debida, por obligación militar o por trabajo.
En la actualidad aquí, en Córdoba, El diario del Juicio y Radio Universidad, a través del periodista Jorge Basalo, cubren semanalmente los juicios por Crímenes de Lesa Humanidad que se llevan a cabo en los Tribunales Federales, conocidos como la mega causa La Perla. Los fiscales y sus colaboradores, muchos de ellos HIJOS o familiares de desaparecidos por la brutal Dictadura cívico-militar (1976-1983), participan eficazmente del proceso a algunos de los más sanguinarios jerarcas del Terrorismo de Estado. Algunos de ellos, Jorge Rafael Videla, Luciano Benjamín Menéndez, Vicente Meli, Mauricio Carlos Poncet, Raúl Eduardo Fierro, Jorge González Navarro, entre otros, han sido condenados ya a cadena perpetua. En el contexto de estas causas, y a propósito del secuestro, tortura y desaparición de mi padre, yo mismo participé como testigo, y contrariamente a lo que el dolor y la rabia me inclinaban a imaginar, abrumado caí en la cuenta de que Videla, Menéndez y compañía, esos ancianos esmirriados, casi patéticamente doblados por el tiempo, no eran monstruos sino, como Eichmann, sencillamente burócratas de la muerte. Piezas de la fría, cotidiana y despiadada maquinaria creada por el puño castrense y sus aliados empresariales. Durante las largas sesiones del juicio cientos de sobrevivientes del terror se han quebrado describiendo el calvario al que fueron sometidos. Cada uno de los testimonios, cada unos de los insondables e intransferibles traumas del horror fueron minuciosamente registrados por el ojo abstracto y vacío de una cámara. Y los fiscales, pacientes e implacables develaron la clandestina y espeluznante arquitectura del horror, los protocolos deliberadamente creados para deshumanizar a las víctimas. A diferencia de los jerarcas nazis, ninguno de los genocidas aquí condenados asumió su responsabilidad ni mostró signos de arrepentimiento. A juzgar por el gesto silente de sus rostros estaban convencidos de lo que hacían, habían sido entrenados para cumplir exitosamente su cometido, se sentían impunes. Pero eso no los salvará de la condena y mucho menos de los jóvenes memoriosos que hoy llenan las plazas. Eso no evitará la condena ni que los juicios se conviertan en un hito de la verdad, la memoria y la justicia en todo occidente.
Verdad, memoria y justicia… 30 mil compañeros desaparecidos presentes, ahora y siempre. Ahora y siempre.