Por Verónica Marchiaro (desde Berlín) *
Aunque los alemanes respetan el aislamiento, delatar a quien no lo cumple está mal visto. En algunos barrios de la ciudad, los berlineses cuelgan bolsas con comida, ropa y libros en rejas para los “sin techo”. Mientras, los refugiados esperan en la puerta de la Unión Europea. Este texto fue escrito para Crónicas de la pandemia: cómo es vivir en otros países afectados por el coronavirus, proyecto de extensión de la cátedra Taller de Lenguaje I y Producción Gráfica (A).
Primero les pasó a los otros, pero no nos importó, porque no nos iba a pasar a nosotros. Así hubiera escrito Bertold Brecht, el dramaturgo alemán que vivió guerras y exilio, sobre los días previos a la llegada del coronavirus a Alemania.
Uno de esos días, de pronto, me quedé en casa y no fui a más a trabajar. Sentí alivio por evitar exponerme y preocupación: hasta cuándo, cómo será todo esto y cómo se hará mi trabajo desde acá. Días después, cerraban las escuelas. Los chicos en casa, para alegría de ellos ante las sorpresivas “vacaciones de corona”, como me dijeron. Y un montón de tareas, mails de los profesores preguntando que cómo van esas tareas y qué tal los chicos. ¡Gracias, bien, pero es mucho! Yo trabajo y hago de maestra en casa, no se le olvide por favor.
Tiempo para acercarse y estar en familia. Lo que siempre me reclamaban mis hijos: no estás nunca para nosotros. Tiempo para reencontrarse y reconocerse: el papá, aunque no vive en casa, está presente con la compra que yo no puedo ir a hacer, con la comida, con todo lo necesario. El tiempo pasa distinto, nos entretenemos distinto. Pero “los tiempos”, eso sí, estos tiempos son tiempos extraños.
Entre la idiosincracia y la memoria
Costó convencer a la juventud alemana de que tenía que quedarse en casa y hacerles creer que también a ellos les podía pasar. O que era el peligro potencial el factor de contagio.
La canciller Ángela Merkel llamó al “distanciamiento social” y dijo “esto es serio”. Se sabe que la sociedad alemana es obediente. Y creyó. Salen de dos en dos a las calles. Mantienen distancia, la mayoría. Las generaciones mayores no tienen ese ritual mediterráneo del contacto físico, de los domingos de almuerzo en casa de los abuelos, de hacerse mimos enroscados en la alfombra. Dicen que esa “frialdad” ralentizó aquí los contagios.
Los alemanes se mantienen laxos, poco preocupados. Porque le está pasando, todavía, a los otros. Tienen en su memoria colectiva y personal las épocas de desabastecimiento en las guerras. De acumular para tener por lo que pueda venir. Mi vecina, el otro día me dijo: “Yo nací y viví 30 años en la antigua Alemania socialista y sé lo que es tener hoy y mañana no. Sé lo que es que no haya carne por semanas; sé lo que es hacer largas colas para comprar una verdura porque hoy se la consigue en el mercado”. Pensé que sí, claro, la han pasado mal y habrá sido todo escaso. Y también se habrán preguntado mil veces hasta cuándo dura esto que nos tocó.
“Alemania está ante su peor momento histórico después de la Segunda Guerra Mundial”, dijo Merkel en su único discurso televisivo al “pueblo”, una palabra y un concepto que los alemanes prefieren evitar. Se la escuchó en las protestas callejeras de la Alemania del Este antes de la caída del Muro: “Wir sind das Volk!” / “¡Nosotros somos el pueblo!”.
El aislamiento como normalidad
En casa se terminaron las visitas, los niños casi no salen a la calle. A lo sumo van al patio comunitario, donde hay un trampolín, pero también quedó clausurado por la Administración, para desazón del vecindario, que enseguida en el chat de padres del condominio empezaron a preguntar quién sería el denunciante que pidió que cerraran el arenero.
Aquí, denunciar está muy mal visto. Con razón: haciendo historia, el nazismo se basó en los “denunciantes de judíos”, y en la ex Alemania Oriental los vecinos denunciaban a los presuntos “opositores”. Así es que también se pasó al “no te metás” de amplio espectro. También para evitar agresiones y abusos.
Los chicos y yo extrañamos a nuestros amigos en versión “carne y hueso”, y lo iremos haciendo cada vez más, o menos: ese es mi temor, que esto que nos pasa se vuelva “la” normalidad.
Entre nosotros, los adultos, hay solidaridad, por lo menos para hacer el tiempo más llevadero: cadenas de chats, videos, información compartida. En mi caso, con amigas y colegas argentinas. O latinos, en su gran mayoría.
Hay gente que se empeña en hacer de esto algo divertido y comparte memes, evita mirar noticias y hasta escuchar de otros algo que pueda desestabilizar su precariedad emocional y mental. A veces me parece demasiado. No siempre tengo ánimo para reírme de memes sobre el mierdacoronavirus. Igual, creo que eso irá menguando.
Nos alivia saber que el mundo paró. Había que detenerse. El modo de expolio debía terminar. Lo que nos preocupa es saber cuánto tardará en ser nuestra vida lo que era antes.
#stayathome en tu estación de metro favorita
De momento, los berlineses optaron por colgar bolsas con comida, ropa, libros en rejas de algunos barrios de la ciudad para los necesitados, los “sin techo”, los mayores. Esa pobreza que en Berlín es visible y duele. Los ancianos juntando botellas retornables para ganarse unos euros con qué comer. Los “sin techo”, ¿dónde están ahora? #stayathome en tu estación de metro favorita. Los adictos a la heroína que se juntan de a decenas en las plazas, ¿dónde están? ¿Cómo calman su ansiedad si el dealer se quedó #athome? ¿Dónde se lavarán las manos con jabón?
El mundo del coronavirus nos hace visibles de nuevo las desigualdades y evidencia otras: los chicos de familias ricas tienen cada uno un ordenador. En casa nos organizamos por turnos, quién trabaja, quién hace las tareas de música o abre el link del programa para el quiz de ciencias naturales. Quien tiene coche se va de la ciudad porque todavía se puede. Y quienes tienen casa de campo se fueron a vivir ahí ya desde el inicio de la pandemia.
Berlin tiene “apenas” 2390 infectados y 8 personas murieron. Todos se preguntan cómo es que Alemania logra mantener la pandemia a raya y por qué hay “tan pocas” muertes. Las autoridades afirman que la clave está en hacer test y aislar a las personas que hubieran tenido contacto con un infectado, o con el contacto del contacto, y así.
En este miedo e incertidumbre globales en los que nos encontramos todos los seres humanos, vemos que tampoco hay respuestas. Sí, algunos gestos solidarios: hoy llegaron pacientes de Francia para ser atendidos en Berlín. Pero los reclamos de ayuda económica de Italia y España tendrán que esperar todavía en esta Unión Europea.
Sabemos que hay refugiados esperando en las puertas de la UE para entrar. Vimos las imágenes de los gases lacrimógenos contra niños, pero eso ya es casi pasado; no se habló más de ello.
Tampoco en casa. No queremos más tristeza estos días.
Disfrutamos de tenernos. De estar juntos. De saber que el otro está ahí. Pero hasta esto a veces me hace sentir egoísta. Hay tantos que lo están pasando y lo pasarán peor.
Sabemos que tanto estrés no era necesario. Que podemos trabajar desde casa. Que se puede aprender y estudiar desde casa. Que todo es tan poco importante, menos la salud y la felicidad de estar, de moverse, de encontrar gente.
Esta es nuestra oportunidad como humanidad. Aunque también tengo mis dudas. Digo, por eso, esta es nuestra oportunidad como seres humanos.
Ahora que sabemos que nos pasó a todos.
* Texto escrito para el trabajo colaborativo CRÓNICAS DE LA PANDEMIA: cómo es vivir en otros países afectados por el coronavirus, un conjunto de relatos de las vivencias de egresadxs de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la UNC en distintas ciudades del mundo. Un proyecto de extensión de la cátedra Taller de Lenguaje I y Producción Gráfica (A), dirigido por la doctora María Inés Loyola, y del Programa de Apoyo y Mejoramiento de la Enseñanza de Grado (PAMEG).