Por Claudio Lencina *

El recorrido de un padre periodista y su hija, desde la magia de la radio y las referencias icónicas de una facultad que enseña periodismo con memoria y conciencia, hasta los desafíos que actualiza el Día del Periodista, aniversario de La Gazeta de Mariano Moreno. Mientras haya preguntas, habrá esperanza.

Siempre critiqué a esos papás que ven en sus pequeños, ruidosos y hasta monstruosos hijos la belleza suprema, la verdad absoluta y las cualidades más límpidas. Las afirmaciones todas. Por el simple hecho de ser suyos. Nada más. 

Y de pronto ves a esa criatura tan diminuta con la fuerza suficiente para clavar el freno de mano al mundo adulto para que deje girar y todos le presten atención mientras patalea en el piso de algún supermercado pidiendo el juguetito de moda. 

Pero Emilia no es así. Yo tampoco. Bueno, un poco. Ella también. Creo que en un punto todos somos un poco de todo. Somos eso que queremos ser y todo aquello a lo que no nos queremos acercar. Aunque en menor medida. Supongo. 

El día que me acompañó a la radio, fue un sábado bonito, colorido. Un sábado coloreado por las flores trepadas a las pérgolas, y pincelado por los pícaros tonos de la mismísima peatonal cordobesa. Afuera sonaba la música propia de la algarabía sabatina del microcentro, que hace tiempo ya abandonó el gris silencio pandémico. Esos sábados eran duros, gélidos y desoladores.    

Del lado de adentro sonaba ya esa música caribeña de la columna que semanalmente tenía a cargo. Esta vez no iba a hablar de algún gigante de la Fania all Star, sino de un grupo fresco que integra diversos sabores tales como el kompa haitiano, zouk, cumbiamba y rocksteady. Pero sabe a palo y tambor. Suena una orgánica agrupación cartagenera. Suena Caribe Funk.

Emilia llega después, con la chica que hoy hace de su mamá, pero que no lo es, que es mi pareja, pero ella ya adoptó como tal. Cuando le conviene. Está del otro lado del cristal. Con un intenso azul en la boca que tiñó un chupetín que pretende atenuar la marcha y la inquietud de una nena de cuatro años en un estudio donde debe guardar silencio. Observa. Parece que no entiende qué pasa. 

Yo quiero que entienda. Que me mire. Que descubra que el que está hablando en el radiograbador que está en la sala, de espalda a la ventana que mira a la 25 de mayo, es su papá del otro lado del vidrio. Presento las canciones, doy detalles de este híbrido de la música latinoamericana, mientras intento que entienda. ¿Cómo? No sé, moviendo las manos, apuntando el micrófono. Gestos inútiles.  

Quiero que entienda qué es la radio. La hago pasar al estudio. Ella, inusualmente introvertida. Siente vergüenza. Intento explicarle. Me parece que fallo. Quise alguna vez graficar que lo que escuchamos mientras vamos camino a algún lugar en el auto es lo que sucede en esa pecera de reducidas dimensiones, cargada de cables, controles, auriculares y micro. Transmitir esa magia es casi imposible. 

Indescriptible. 

Esta generación millenial a la que pertenecemos, que a su vez es una generación bisagra en muchos sentidos, nació en un mundo analógico, al que vimos transformarse en la inmediatez de una digitalidad que domina todos los aspectos domésticos. 

Los que crecimos en los noventas y los dos mil, seguimos haciendo la seña del llamado telefónico con el puño cerrado apoyado en la cara, pero con el pulgar y el meñique señalando a la boca y a la oreja respectivamente. Cada vez somos menos, al igual que los teléfonos fijos. Ni hablar los teléfonos públicos. Casi inexistente. 

 

¿Cómo explicar a una niña nacida en plena pandemia la diferencia entre un canal de TV y un video de YouTube? Ya incorporó la idea de consumir lo que quiera cuando quiera. Desde la pantalla que prefiera. 

“¿Dónde está el botón blanco? No lo encuentro”, se enoja. Es frustrante para ella no encontrar el omitir mientras se proyecta la publicidad de un detergente en la tele. Es inentendible. 

Lo mismo pasa con la radio, no es una aplicación. Son personas reales del otro lado. Hablando, contando, reflexionando, discutiendo. Es música que alguien elige.  No la elegimos nosotros. Hay alguien que selecciona las canciones. Le explico. No le parece justo. 

Es la fría mañana del último feriado, y en la TV se disputa la final de la FA Cup: Manchester City vs. Manchester United. No nos quedamos quietos, nos movemos por la casa. Emila juega. No sé con qué. Levanta la mirada y mira la pantalla. “Mirá papá igual que tu profe” mientras la imagen se quedaba con Pep Guardiola. Avidez y destreza. Copo de azúcar.

Efectivamente el profe es una versión Cruz del Eje del míster del City, pero con mucha más cancha para escribir, con muchos más libros en su haber y con Julián Álvarez como titular indiscutido. Lo conoció tres días antes cuando me acompañó a la facultad.

Le cuento que, en este edificio –ahora bastante más despoblado por las fechas de exámenes– las personas vienen a clases. Lo que era la Escuelita de Ciencias de la Información es lo más parecido a un jardín, pero para jóvenes –o adultos ya en mi caso– es de las explicaciones más simples que me va a exigir.

Bajando las escaleras del hall principal de la facultad le anticipo que de un lado vamos a ver un escenario y una pizarra gigante. Su ansiedad la puede. Controlo la marcha, la escalera es jodida. Siempre me pareció jodida. Le muestro el auditorio. Se asoma por la puerta. Está cerrado. En la otra punta, mirando el respaldar de todos los asientos una enorme imagen. Sobre la pared del aula más grande del edificio un hombre usa todas sus fuerzas para tirar una piedra. Está sobre Bv. San Juan tratando de acertarle a dos policías en el semáforo sobre Cañada. Era mayo de 1969. Emilia exige una explicación. 

Una revuelta histórica. Un fotógrafo. El fotoperiodismo como relato esencial para entender la historia. Identidad. Es una pieza magnífica que ahora ve pasar muchísimos estudiantes universitarios deseosos de conocimiento y del ejercicio pleno de la profesión. Comunicación social. La lucha convive en el auditorio. Materialmente convive desde esa fotografía.

Imagen del Cordobazo, registrada por el fotógrafo Nilo Silvestrone. Auditorio de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la UNC.

Nilo Silvestrone documentó a través del lente de su cámara, los momentos más candentes del Cordobazo. Inmortalizó las imágenes más representativas de la historia reciente. De la lucha reciente. De nuestra provincia, de nuestro país, de toda la región. “Amérique latine continent en fiévre, decía la portada de la revista francesa, París Match, título que acompañaba la imagen de efectivos de la policía montada apuntando con su arma reglamentaria en las calles céntricas de Córdoba. Escena capturada por Nilo.

Silvestrone fue fotógrafo principal de la Editorial Abril de Buenos Aires. La revista Siete Días ilustrado en el suplemento especial titulaba “El desafío cordobés”. Fueron más de 120 mil los ejemplares que “arrancaron de las manos” a los canillitas. “De las 40 imágenes de ese suplemento oficial, 27 imágenes son de Silvestrone”, dice el fotógrafo cordobés Alejandro Montini, en una entrevista con La Tinta. Desde hace más de 10 años Montini investiga y recupera la obra del “fotógrafo del Cordobazo”.

Cuenta que, como a otros profesionales de la fotografía de su generación, cuando se enfrentó a esa icónica imagen exhibida de un negocio en la calle 9 de julio de la capital cordobesa en el año 1974, comenzó un mágico recorrido en la fotografía. 

Retratos de los 53 estudiantes y un docente de la Escuela de Ciencias de la Información que fueron víctimas del terrorismo de Estado.

“No hay ningún otro reportero gráfico que lograra semejante repercusión en ese acontecimiento y uno lo dice con fundamentos, ya que contamos con más de 200 imágenes que registró Nilo Silvestrone entre el 29 y 30 de mayo de 1969, donde el 60% del material es inédito, jamás vio la luz. Apenas 15 personas han visto todo el material”, dijo Montini en esa entrevista.

“Un trabajo que se publicó en la revista Paris Match de Francia y, hoy en día, es utilizado como material de análisis en ARGRA (Asociación de Reporteros Gráficos de Argentina) en Buenos Aires”, agregó.

Un ataque de curiosidad. Un choque eléctrico. Emilia pregunta por qué tira esa piedra. Por qué ese muchacho en tono sepia apunta hacia los policías. El momento justo. A los que de espaldas a la Cañada ya no tienen ya ni un gramo de autoridad. Desprovisto. 

Sin herramientas, me rindo y pateo para dentro de no mucho tiempo una respuesta. Activo la promesa del parque. Me inhiben los juegos que están del otro lado de los murales. La ráfaga de cuestionamientos es proporcional a la fugacidad de su atención sobre un tema cuando una distracción mayor la amenaza. 

Habrá tiempo. Entender por qué las viejitas de pañuelo blanco siguen caminando cuando sus dos bisabuelas ya claudicaron el paso y apenas hacen tramos muy cortos. Diferenciar los colores de los pañuelos y de los reclamos. Entender la vida en resistencia cuando le imponga mandatos, cuando la precarización y la necesidad esté tan naturalizada que cueste distinguirla.

Habrá tiempo para que, en otra visita, me pregunte de quiénes son esas caras sin colores adheridas al cristal del aula más grande del edificio. Tendremos tiempo. Ojalá.

Pienso que en unos días se conmemorará el Día del Periodista, en un nuevo aniversario de aquel periódico creado por Mariano Moreno para contar las noticias y difundir el ideario de la Revolución de Mayo: La Gazeta de Buenos Ayres. La profesión que interpela.

Laburantes de la noticia desbordados de desafíos. En este mundo donde la distancia entre el querer (buscar) y tener (conseguir) casi desaparece, donde las fake news y el ataque mediático son recursos naturalizados, en el que en el nombre de la libertad se pone en peligro a la libertad de expresión, donde se festeja el despido de las y los trabajadores de la prensa, el periodista  intenta hacer periodismo.  

Laburantes precarizados que exponen y denuncian la precarización de todos los laburantes. Que exponen y denuncian las injusticias que tanto lastiman a nuestra gente.

Intento explicarle a Emilia cuál es mi trabajo.

Que somos una criatura camaleónica que se adapta a las exigencias de un nuevo mundo en permanente renovación. Que siempre corre peligro. Ser eso que se parece a ser especialista en cosas, y saber de todos los temas, un poco.

Su edad y su corta experiencia en el mundo empañan un rústico entendimiento. Uno corto y directo. Crudo. Pero su avidez, su destreza enrollan en un fino palo de plástico con rabiosos movimientos centrífugos toda nueva información sobre el mundo que le tocó habitar. Copo de azúcar.

—Papá escribe, hija. Escribe cuentos –le respondo. 

Mariano Moreno fundó La Gazeta de Buenos Ayres el 7 de junio de 1810.

 

 

* Estudiante de la Licenciatura en Comunicación Social, en prácticas supervisadas de trabajo final en la Secretaría de Producción y Transmedia de la FCC-UNC.