La otrora indiscutida superpotencia, dueña y jueza del mundo, Estados Unidos, es hoy interpelada  con el regreso de los fantasmas de Alemania y Rusia, con coaliciones como el BRIC, gobiernos de corte populista en América del Sur, entre otros. Pero un nombre resuena desde la otra punta del mundo como un eco viejo, trayendo la promesa de la reconstrucción de un antiguo Imperio: la República Popular de China.

Por Bruno Vagliente, estudiante ECI.

La lógica de juego de mesa en la que históricamente se ha gestado la transformación del mapa geopolítico -asentada en amenazas, especulaciones, traiciones y reconciliaciones siempre convenientes, nunca sinceras- admite, cíclicamente, la aparición (o resurgimiento) de nuevos actores con los recursos y la capacidad aparentemente suficientes para reacomodar el orden mundial.

La globalización, y el consecuente y necesario desarrollo tecnológico que conlleva, sumado a las desorbitantes cifras que empleamos y con las cuales nos bombardean a diario intentando explicarnos algo han distorsionado, de forma alarmante, nuestra capacidad para dimensionar. La facilidad de la lengua para invocar literalmente cualquier cosa nos hace creer que muchas de las magnitudes y referencias que usamos son mucho más accesibles, mucho más mundanas, de lo que realmente son.

Esto ocurre especialmente cuando hablamos de países. Hablamos de Producto Bruto Interno, de Índice de Desarrollo Humano, de extensión de la población y de los territorios. Transformamos a los desocupados en porcentajes, al trabajo en números que hablan de ganancias, de beneficios, de rentabilidad. Los presupuestos militares se vuelven meros dígitos (ni hablar del número de soldados, de aviones, de balas). El poderío de los países se vuelve algo abstracto, comparable cual estadísticas entre Boca – River. La misma supuesta información con la que contamos de un país lo vuelve inmediatamente cercano a nuestra conciencia, reducimos las distancias con horas en un avión. Esta aparente proximidad con las magnitudes nos impide imaginarnos cuán realmente grande o realmente grave son las cosas. Y, como la idea que nos hacemos de los países (y de muchísimas otras cosas en general) está generalmente condicionada por las películas que hemos visto o los diarios que hemos leído, lo que imaginamos cuando escuchamos el nombre de algún lugar lejano y desconocido es, casi siempre, erróneo.

Esto pasa con China en casi cualquiera de sus aristas. Leemos que la superficie del país abarca casi 9 600 000 kilómetros cuadrados, y decimos: “pucha, qué grande, pero nos cuesta hacernos la idea de que eso son casi cuatro argentinas, o, si eso no impresiona lo suficiente, 16.666 ciudades de Córdoba. Con la población sucede algo similar. Como dije antes, los números son confusos, así que quizá no sorprendan los 1 000 400 000 habitantes que tiene el país oriental (a menos que lo contrastemos con los famosos “cuarenta millones de argentinos”), pero si pensamos en su densidad poblacional  nos podemos hacer una mejor idea: donde hay quince argentinos cada cien hectáreas, en China hay…  ciento cuarenta y siete. Conclusión: hay muchísimos chinos. Y bastante más apretados que nosotros.

Cuesta también pensar en el nivel de producción al que puede llegar un país tan grande y tan lleno de gente. Si bien en la actualidad el sector terciario ha superado tanto al primario como al secundario,  y este sector es considerablemente más complicado de visualizar (lo que sucede en los bancos y en las empresas de telecomunicaciones, los rubros más productivos del país, detrás del petróleo), una mirada a las exportaciones más voluminosas de China puede servir para hacernos entender mejor el asunto. En primer lugar, China exporta la exorbitante cifra de 571 045 520 000 dólares en productos electrónicos, lo que es casi todo el PBI de nuestro país. Las máquinas y motores ocupan el segundo puesto en sus exportaciones: 400 910 983 000 de dólares. Si bien los doce dígitos no parecen decirnos mucho, sorprende si pensamos que las máquinas y motores son lo que más exporta Estados Unidos, y que esto le genera… poco más de la mitad de los ingresos que supone para China.

Habiendo analizado la capacidad productiva del país, pensemos por último su poderío destructivo. Y es en este punto donde todavía China está bastante por detrás de Estados Unidos, aunque esto no significa que el ejército de China sea pequeño o no esté bien armado, sólo indica que Estados Unidos tiene uno muy, muy grande. Estados Unidos, si bien con menos personal, supera a China tanto en tierra como en agua y aire, como así también duplica el consumo chino de petróleo  y su presupuesto de defensa quintuplica el del país oriental. Esta rivalidad militar no impide que EEUU sea el principal socio comercial de China, ni que China sea el segundo de Estados Unidos.

Sin embargo, es preciso saber que el gigante asiático tiene, también, sus debilidades. Ignacio Ramonet, ex director del Le Monde Diplomatique, sostiene que el país “sigue siendo un país “emergente”, con gigantescas bolsas de pobreza (…), y con un Producto Interior Bruto por habitante de apenas 6.800 dólares, semejante al de, por ejemplo, Namibia, República Dominicana, o Perú”. Sin embargo, el autor alega que su desmesurada población (que representa casi el 20% de los habitantes por kilómetro cuadrado del mundo) le ha permitido posicionarse como la primera potencia económica del planeta”[“Ignacio Ramonet, “China, megapotencia financiera”, Le monde Diplomatique, mayo 2015].

El resurgimiento paulatino de China es indiscutible. Su aceleradísimo crecimiento y potencial abrumador dejan sin sueño a más de un dirigente, sea yankee, europeo, o ruso. Pero es también un ascenso atolondrado, que deja grandes vacíos y sufre de carestías que en un país tan enorme y desarrollado supone un atraso muy importante. Si China logra escapar de su propia lógica de “progreso”, que necesita de la opresión y de las desigualdades para subsistir, y encuentra una nueva vía para el crecimiento y desarrollo, pronto el juego de mesa tendrá una reina nueva, y, con ellas, nuevas reglas. Y no estaremos tan alejados de tener que aprender mandarín en las escuelas.