Por María Paulinelli *
Los mundos posibles en la unicidad de las representaciones, las correspondencias y las indagaciones. South Beach, de Diego Fonseca, Inocentes consideraciones sobre la absurda (in) existencia de dios, de Roy Rodríguez Nazer, y La paz que los demonios temen, de Diego Vigna.
Es invierno.
Necesito contarles que de a poco, se está yendo. Ocurre que las estrellas federales que se abrieron en este solsticio allá por junio… lentamente se retiran.
Lo digo así, porque es una larga despedida que hacen sus pétalos al cambiar de color, al caer al suelo de uno en uno, al suspender la luminosidad rojiza que había logrado enamorarme.
Y, ahora, estoy…
Pienso en el extraño fulgor que desplegaban.
Añoro la calidez de sus significados.
Recuerdo su brillo inusitado.
Entiendo que, nuevamente, los ciclos de la vida se repiten, se repitieron miles de años y que se seguirán repitiendo mientras el mundo sea mundo. Pero la singularidad de mi memoria será esta. La que atesoro en las retinas que miraron, en la sorpresa de contemplarlas cada día, en la imagen que mantiene ese milagro de un invierno.
Fueron únicas. Volverán a serlo en otro ciclo.
Me entusiasma la particularidad de cada una. Ese destello que fue y volverá a serlo. Porque de todo este discurrir, la permanencia es lo de menos. Hubo un antes y habrá un después… en la memoria que recuerda.
Inalterable. Único. Intransferible.
Y entonces, lo traslado a las palabras. A los libros que escribieron y que ahora leemos entre todos.
La experiencia de escritura también, es una experiencia de totalidad que me apabulla. Se diluye –quizás– en la lectura, las lecturas que provocan. Distintas… aunque únicas. Carecen, quizás, de aquel sentido de totalidad en esa particularidad que adquiere al ser leído.
Hay algo que me interpela, sin embargo. Es la originalidad que cada texto adquiere al enunciarse. Una originalidad que resulta de la pertenencia a una subjetividad que se explaya, se derrama, se condensa. Y entonces, sucede que esa voz que escribe, que se enuncia, ramifica múltiples posibilidades. Las somete a la mediación de ese sujeto con el mundo, con las palabras, con los recursos del tiempo que se vive. De ahí, que a veces, los textos resultan búsquedas, exploraciones, testimonios que no se agotan en sí mismos, sino que abren sendas para seguir incursionando… para tener ese destello que no terminará ya nunca… igual que las estrellas federales, que continuarán por siempre en la memoria… aunque solo sean destellos de este invierno.
Experimentaciones para hacer el mundo posible, más posible. Diego Fonseca y South Beach.
Correspondencias entre posibilidades. Roy Rodríguez Nazer e Inocentes consideraciones sobre la absurda (in) existencia de dios.
Indagaciones en los significantes. Diego Vigna y La paz que los demonios temen.
Les digo, entonces.
Experimentaciones para hacer el mundo posible, más posible. Miradas más reminiscencias.
¿Cómo armar ese mundo posible que se narra? ¿Qué estrategias seleccionar para el relato? ¿Qué elementos reales, cuáles imaginados, entreverar en la consistencia narrativa? ¿Qué voz enunciadora privilegiar en la estructura discursiva? Y podría seguir enumerando las infinitas posibilidades que toda enunciación de un texto ofrece.
Y entonces, intuyo las experimentaciones que todo texto narrativo supone en ese andamiaje que sostiene la escritura… en esa búsqueda singular que hace la lectura.
¿Me siguen? Tengo aquí unos cuentos que me encandilaron. Sorprende leerlos. Alucina entender esas propuestas.
Diego Fonseca escribe South Beach, un manojo de cuentos… increíbles.
La matriz parece ser la vida que transcurre en ese lugar cercano a Miami que titula el texto. Y digo, así, parece, porque solo es una excusa para mostrar la existencia de un mundo posible que arma de a retazos, de múltiples maneras, reconocible en otros lugares que, también, se nombran.
Un mundo volátil, difuso, entrecortado, que referencia en su andamiaje, el epígrafe que Paul Auster, desgrana en el comienzo. Si no vi la luna, es que no había luna en el cielo. Es ese el mundo que se enuncia. Un mundo tal como aparece, no como creemos que sería. Por eso, la meticulosa enunciación que lo relata y que no es más que una búsqueda empecinada para contar ese real que se escabulle. Por eso, la ubicuas miradas de distintos narradores. Por eso, la multiplicidad de recursos, la volubilidad de situaciones, la apelación desmedida a un lector inteligente. De ahí, la ironía que cristaliza, detiene y fija la imagen más posible, más cercana a ese escenario habitado por humanos. A su vez, –imprescindible anotar– esa ironía desdibuja avatares cotidianos de una sociedad empecinada en ser contemporánea.
Pienso en el epígrafe de nuevo. Solo se puede mirar lo que se muestra.
Sigo.
La voz de la primera persona parece ocupar el espacio en la recolección de situaciones en ese lugar demarcado por el título. Abre y cierra el texto con dos cuentos, increíbles. South Beach. El último comunista de Miami.
Se expande en otros espacios, otros acontecimientos. Caracas de noche. Churretes, farolas y lamparosas trolas. Bananas para monos.
Esa voz se transforma en un narrador que simula ser solo un observador que mira y luego dice, en la distancia que establece la tercera persona que lo enuncia. Cinco neto. Hambre. El hombre de los perros. Powerpuff girls. Mister Magoó. Una buena y sana sopa de pollo, entre otros.
Pero dos cuentos me atrapan, me subyugan. Batido de Herbalife es uno. El narrador organiza en fragmentos el relato desde esa primera persona que lo expresa. Se empecina en convertirse en una mirada obsesiva que mira, compara, califica, divaga mientras narra. Mezcla otros protagonistas. Apela a la totalidad de las presencias. El acontecimiento se despliega en un escenario que rezuma compasión, sátira, sarcasmo. Todo junto.
Imposible no leerlo.
Continúo.
El azar y los héroes, es el otro. Ocho fragmentos componen el relato.
Ocho fragmentos de distinta extensión que mezclan, confunden, distorsionan ese presente excesivamente visual, hecho de objetos. Presente que se derrapa en el pasado que trae la memoria, en el futuro que trae lo posible.
Volvamos al comienzo.
La primera persona se corporiza en la mirada que detalla las acciones que no son realizadas por humanos. La descripción de los objetos que crean situaciones en sus movimientos, traslaciones.
Hablo de nuevo. ¿Se acuerdan de esa experiencia alucinante que los franceses y luego otros, hicieron con el Noveau Roman –allá por los 60– en la morosa descripción de objetos como sustento del relato, como si fuera posible emular desde la escritura, el discurso cinematográfico? Diego intenta hacer algo semejante.
El objeto, en este caso, es un vaso de Coca-Cola. Uno de los cocineros me da una little burger. Carne, lechuga, mayo relish, tomate, cebollas doradas, jalapeñas y mostaza, más media ración de papas fritas y una Coca-Cola grande. Un elemento más de la hamburguesa de Five Guys que se ha comprado y que enumera puntualmente. Así, avisa: Estoy a punto de saborear la gloria de Baltimore.
Y continúa: Esto es una ceremonia. El aroma me inunda la cara y me dispara la saliva, que se escurre haciéndome cosquillas por toda la boca.
De nuevo yo. Les digo: Observen. El aroma es el sujeto de acción. El narrador, recibe dichas acciones. Lentamente todo confluye en el relato que finalmente se centrará en ese vaso. Describe el escenario. Pongo la Coca-Cola adelante, ligeramente a un costado. El acontecimiento se desarrollará desde la centralidad del vaso. Antes de quitar el brazo de la mesa, cambio el foco. Justo detrás del reloj, veo el vaso de Coca. Cola. Suda demasiado. El relato continúa. Sorpresa. Como un monstruo informe de Turner o de Wise, el líquido creó su propio Mar Muerto: una cuarta y media de diámetro, si no más. El enunciador se reduce a la acción indicada por el verbo. Miro.
El relato se complejiza en la descripción del vaso. Bien, este es el escenario. La servilleta resiste, la mitad de su superficie, está seca. Pero hoy no parece ser completamente un día, porque al tomar el vaso otra vez, quizás por una vibración o por el incontrolable suicidio de una gota, rompe el equilibrio de este mar muerto.
Otros objetos alcanzan el protagonismo indiscutido. Equiparan esta relevancia en la descripción de acciones que completan el relato. El espejo se alborota, tragándose la última defensa de la servilleta.
Se produce, entonces, una fractura en el relato. El narrador vuelve a tener protagonismo. La memoria avanza sobre ese presente que, ahora, es el pasado. Se hace recuerdo. Es la infancia y sus batallas infantiles. Eran imposiciones personales en busca de la perfección y de cierto sentido de la justicia: las cosas deben hacerse cómo deben hacerse, no hay permiso para la medianía.
Pero, en una nueva fractura narrativa, el vaso recupera el protagonismo que ha perdido. Se transforma en el sujeto de una batalla, similar a las de entonces, de ese tiempo recobrado. El agua es violencia y he resuelto que contenerla es la reedición de aquellos desafíos personales. Una pequeña batalla para salvar el día, un compromiso íntimo. De ahí la remisión a batallas imperecederas de la Historia. Alejandro Magno entra en escena. La gota en la infantería de Alejandro… …posando el pié en las aguas del Hifasis… …decidiendo si humilla o se amotina para retornar a Macedonia.
Se siente un niño como entonces… y enfrenta una batalla cuyo desenlace afectará el curso de mi vida, dice.
El relato continúa en esa mezcla de imaginación y hechos, de rememoración y descripción de objetos. Llevo mis manos a la boca, muerdo la hamburguesa con ganas y digo las palabras clave: que el azar decida. Como cuando era niño. Que resuelva la compulsa el destino, forjado en libre antojo. Ensimismado en la vivencia del relato que ha forjado con objetos y recuerdos, no repara en el cambio de escenario. Le han cambiado el vaso. Vuelve entonces, al mundo real. Aquí no hay toro bravo, ni encierra un millón de hunos ni los elefantes de Aníbal. No es sino un insípido, terrenal y perfecto vaso de Coca- Cola. Un simple cono de papel reciclado sin otro agujero que el superior.
Vuelve a ese mundo, despojado ya de toda narrativa que no sea la de objetos, su existencia y movimientos, sus historias. Por eso, finaliza con la afirmación: No hay peor enemigo que el indeseado.
Interesante experimentación con el mundo posible construido. Identificaciones entre lo real y sus objetos, formas distintas del relato que se adecuan a ese mundo… puro presente donde emerge la memoria… vanamente. El mundo posible se hace con objetos… solamente.
Correspondencias entre las posibilidades de sentir, imaginar, recordar, pensar, armar los mundos posibles que se escriben…. y que también se leen.
Roy Rodríguez Nazer escribe Inocentes consideraciones sobre la absurda (in) existencia de dios.
Yo, lo leo.
Ahora, al terminarlo, siento que es el tiempo de la comprensión y del recuerdo. Me deslizo, entonces, a infinitos fragmentos de formas y colores. El caleidoscopio de los mundos posibles que he leído.
Y digo así –caleidoscopio– porque son tantas las figuras que se forman… Son tantas las imágenes que destellan, que encandilan… Son múltiples las historias que socavan y tratan de ser únicas en el torbellino de palabras que las hacen…
Es un texto que contiene los textos de otros textos. La lectura se empobrece en la linealidad que disponen los signos que relatan. Es necesario, suspender una y otra vez la mirada que recorre las letras, para entender las diferentes lecturas que resultan.
Un epígrafe me indica la imposibilidad de encontrar el emisor de los ecos que circulan lo invisible… el emisor es inhallable, dice Pascal Quignard. De esta manera, comprendemos que al escuchar las voces que desplazan lo invisible, no podremos encontrar esa voz. Quizás por eso, la inutilidad de la linealidad de la lectura, la necesidad de recomenzar una y otra vez en un desplazamiento que convierte en magia las palabras de esos ecos. Una magia que se enquista en los nueve relatos que componen el texto.
Relatos que se proponen como inocentes consideraciones. Inocentes en la carencia de la racionalidad que interpreta, que interfiere con la lógica de la causalidad, me pregunto. O simplemente… ¿la inocencia que da la mirada no contaminada en la pertenencia a un mundo que se desplaza en el estupor de la sorpresa?
El título corresponde al primero de los fragmentos narrativos. Sobrevuela, sin embargo, los restantes relatos en los resplandores de ese mundo sin dios –así con minúsculas–. O si es que existe, entrevisto desde el absurdo de su existencia e inexistencia en la simultaneidad de los paréntesis. Un mundo, me digo, en la autonomía que confiere ser mundo posible. Mundo posible de un humano. En este caso, Roy con sus palabras.
Las historias se ordenan en distintos tiempos y escabullen así –de esta manera– la comprensión lineal de los sucesos. Un pasado de otro pasado en el presente. La memoria que se hunde en los hechos reales que están siendo… pero también, en los hechos recordados del pasado. En la referencia concreta de espacios, de tiempos, de casos que se mezclan con la pertinacia sagaz de lo posible. Todos y cada uno son relatos de fragmentos. Fragmentos que se reiteran en esa superposición –o mejor, inadecuación– de espacios y de tiempos.
La ficción en la voz del narrador que muta y muta y que pierde la mirada en las palabras que pronuncia… que son suyas y son de otros. Una primera persona obsesiva que a veces se desgrana en la interpelación que supone la coyuntura de una conversación, que más que eso es un monólogo. Otros, en la insignificancia de narradores, que condensan los meandros del relato.
Una multiplicidad de relatos, pues, que se expanden en el texto. Autónomos unos de otros. Liberados. De ahí que recorrerlos signifique entrar a los infinitos mundos posibles que la creatividad, las palabras le permiten a Roy, deambular por tanto espacio, tanto tiempo. Tanto mundo real e imaginado.
Siento que hablo de uno y al mismo tiempo, estoy hablando de otro y otro. Por eso, no los remito a un relato. Resultan indivisibles en la significación que adquieren los recursos narrativos. Es indispensable leerlos para comprender ese mundo posible, esos mundos posibles que componen… y que es uno.
Ese mundo que Roy mira con ternura, compasión, con el reconocimiento que generan la intemperie, la soledad y la carencia. Por eso es que bajamos escaleras, mientras la subimos. Por eso es que el tiempo es un invento de nuestras memorias. No existe. Quizás el tiempo sea una forma de medir la inmovilidad del universo. Por eso es que En esa infancia en la que vivo, aún sigo pensando que si dios alguna vez existió, fue apenas un destello en la oscuridad y un bolsillo vacío.
Un mundo de infancias desvalidas, pero también de adolescencias sin luces. Los presentes se entreveran y entonces, es como si solamente hubiera un pasado de inocencia que permite estas consideraciones narrativas. Que hace posible la adhesión a un tiempo de magia, de casualidades, de sorpresas. El futuro no existe o ya ha sido… quizás en esa utopía que se sueña.
Pero… giro el caleidoscopio y aparece la sorpresa que significa la experimentación con los significantes que forman las palabras. Los sonidos, los colores, las formas, las imágenes, incluso los olores, las texturas, se trasladan de la capacidad referencial que alcanzan y son evanescencias que buscan interpretar correspondencias.
De ahí la maravilla que tienen las notas musicales que deambulan por las calles. De ahí, la coincidencia que tienen las letras para escalar el mundo, incluso de evadirlo. De ahí, la posibilidad de habitar una ciudad hecha de sombras, de números que escapan, de la capacidad de vivir sin estar siendo.
Es el mundo reciclado de mil formas… que se convierte en una épica posible de lo ignorado, lo pequeño, lo tenazmente olvidado e ignorado.
De ahí, también, los recursos que tiene la escritura. Enumeraciones que muestran la existencia de ese mundo. Solo muestran… el lector disemina, imagina, hace un relato.
El uso de paréntesis que ponen en suspenso lo dicho, lo afirmado y lo convierte en insinuación o sugerencia. Esa cierta indecisión en el relato que tiñe de magia todo el texto, en la inútil aprehensión de lo narrado.
Y entonces, me doy cuenta que no existe la causalidad en ese enorme mundo posible que es el texto. No hay conceptos, ni predicciones, menos aún explicaciones. Solo la casualidad, la imprevisión, la contingencia asola a esas pobres creaturas que deambulan. No hay Dios ni tampoco un dios más pequeño o imperfecto. No hay piedad para ellas. Solo ternura en quererlas en su inmensa tristeza de personas. Porque eso sí, la ternura les da la consistencia de personas… que alguna vez, tendrán un destello en su existencia.
Historias de una música que nadie escribió, restalla belleza en la lectura. La tierra es el espacio que esconde secretos. Es que La poesía y las historias, dicen que decían, son un embrujo contra los mercaderes de la tierra. Y entonces, el narrador dice La historia que cuento pudo haber sido enterrada por ellos en los tiempos en que todo esto era un vergel y las chacras tenían cuarenta, cincuenta hectáreas. Porque tiempo después de los estafadores y asesinos, llegaron los gringos. Con una mano atrás y otra adelante. Y todo se llenó de molinos.
El relato continúa. Los hombres se iban quedando sordos a medida que el tiempo pasaba. La explicación parece estar en el silencio de los pozos adonde bajaban los molineros. Un detalle sustenta la paradoja del relato. Y uno de esos hombres, –un tal Lorecchio por más señas– era capaz de distinguir cualquier nota, emitida por el objeto más ordinario, ni hablar de un instrumento musical, o el canto de un pájaro. De ahí que un alambrado ubicado de cierta forma, daba una nota musical determinada, lo mismo que los chaperíos de los ranchos. Y fue su aficción por la nota exacta de cada objeto lo que lo llevó a afinar las ruedas de los molinos… Y su consecuencia. Para que un molino anduviera bien, tenía que estar afinado. Y, según el diámetro de la rueda, la profundidad del pozo, la tensión de los caños, la nota podía variar. Los molinos podían representar así, los sonidos de una filarmónica. No solo extraían agua con el viento, le sacaban música. Y se apagaba la sed. Maravilla del relato. La música era parte de la vida rutinaria de un pueblo donde el viento permitía entender esa correspondencia posible entre sonidos, objetos comunes y ciclos naturales. Hombres vinieron de lejos para escuchar la melodía de los molinos del primer Lorecchio. Y así, El Sordo, afinando esos instrumentos toscos, le hizo definitivamente honor al apellido. Y contrarió el apelativo con que todos lo recuerdan. Pero el silencio de los pozos, iba dejando sordos a los hombres que arreglaban los molinos. Y Lorecchio no escapó a este acontecer. Su vida se redujo y explicaba cuando rechazaba los pedidos de arreglo de molinos. Lo mío ya no son los molinos. Entonces se quedaba. Acariciaba la viola (que no escuchaba apenas podía distinguir las vibraciones en la piel de algunos acordes, mayores). Sus ojos clavados en un punto exacto del horizonte. Ese donde el sol asoma cada 21 de julio, el punto exacto desde donde el viento sopla para anunciar que un día todas las sequías terminan con un par de gotas que resuenan en Sol mayor, acariciando los alambrados.
Hermoso. ¿No?
Siempre me fascinaron las Correspondencias de Baudelaire cuando mostraba la ciudad moderna con sus hombres. Allá hace casi dos siglos con sus días. Ahora veo acá, en este lejano sur latinoamericano, este relato que reconoce esas correspondencias como posibilidad de mejorar un poco el mundo.
Me digo, las correspondencias permanecen… también en esos mundos posibles que escribimos y leemos.
Indagaciones en los significantes que muestran un mundo posible diferente
Diego Vigna escribe La paz que los demonios temen.
Una y otra vez, leo el texto. Me quedo anonadada ante ese despliegue de racionalidad, de lógica en su enunciación. Un despliegue que supone, asimismo, el uso indiscriminado de recursos narrativos que potencian las múltiples significaciones que la lectura encuentra en los sucesivos recorridos. Porque eso, les digo. Leo y siento que cada vez, ese mundo posible se transforma en diferentes propuestas que resultan… indagaciones.
Indagaciones –digo– porque son disímiles acercamientos a un mismo espacio. Un espacio que colinda con un referente real –la zona del sur de Córdoba y Santa Fe, algo de La Pampa, quizás de Buenos Aires– y que propone una mirada de a ratos distanciada, de a ratos identificada totalmente. Resulta así casi una aventura adentrarse en los cinco relatos que estructuran el texto. Una aventura porque propone un mundo posible sobre un espacio conocido, con ciertas resonancias –para algunos biográficas, para otros vinculadas al país que habitamos; para todos, como la metáfora de una región con determinados condicionantes históricos, sociales, económicos y culturales–. Este aspecto es, quizás, el que profundiza Diego en la construcción de ese mundo posible que oscila entre la referenciación y la representación, pero siempre como mundo posible con sus propias leyes de funcionamiento. Esta autonomía, se despliega desde esa indagación que proponíamos como elemento fundacional. Indagación que –reitero– permite deambular en las distintas lecturas por diferentes interpretaciones.
Un epígrafe de María Moreno, justifica ese sentido de indagación. No vale la pena entrar a la cultura sin nuestros cuerpos. Pero tampoco que los tratemos como si fueran almas. Nombra así, esa totalidad que supone la inclusión tanto del cuerpo, como del alma, para entrar a la cultura. Quizás, sea una metáfora sobre la presencia simultánea de lo real y lo imaginado en el mundo posible que es el texto.
Puedo inferir, también, la interpretación del título. La paz que los demonios temen. Una referencia –al final del volumen– remite a la fuente documental de dicha expresión. Pero además transcribe el enunciado que explica el sentido del fragmento. Cuando lo vimos, el Espíritu Santo apareció junto a él. No es que todo comenzó cuando él se disponía a tocar, él ya tenía ese poder cuando salió al escenario. Tenía la paz que los demonios temen y por la que tiemblan. Esa es la clase de presencia que tenía. (Testimonio fundacional de la Madre Marina King en The Coltrane Church, Apostles of sound, Agents of Social Justice).
Lo leo una y otra vez. Pienso que señala, así, en ese fragmento el tiempo y el espacio en toda su posible representación. De manera similar a la presencia del Espíritu Santo en el músico –que está desde antes, como expresa– la totalidad forma parte de la existencia del espacio narrativo. Estructura la paz, que es la dimensión de una identidad aceptada, con cierto equilibrio y ausencia de conflictos. No hay dudas, ni faltas que podrían metaforizar a los demonios, expertos en la tentación de negar, de mentir, de cuestionar y destruir la precariedad de las conductas. Este es un mundo que parece seguir pautas de convivencia… pero que sin embargo se conmueve por ciertos hechos, episodios que emergen en esa aparente serenidad. De ahí, la compleja consistencia del tiempo y el espacio que componen ese mundo posible. Una aparente paz que resulta temible aún para los demonios que son los seres más malos que pueden existir.
Yo… agrego. Por adentro, muy adentro de esa paz simulada, ordenada, sin embargo escamoteada, se despliegan las carencias, la oscuridad, el miedo, los temores… Tan terrible en su composición verdadera que hace temer a los demonios. ¿Puede haber algo más tremendo que atemorizar a los demonios?
¡Qué metáfora, Diego!
Más aún. ¿No será la ironía el recurso utilizado para mostrar esa mirada que se cuela en la lectura?
Los invito a leer el texto, para comprender en toda su densidad la significación del título, para entender los enunciados que narran los relatos.
Cinco relatos lo estructuran, les decía. Cinco relatos conformados por fragmentos numerados, algunos; titulados, otros. Los cinco relatos se organizan de distintas maneras. Una diversidad que ratifica la solvencia del texto –en su totalidad– complejiza la dimensión de ese mundo posible. Cada relato prioriza una circunstancia. Desarrolla un enunciado que se multiplica en otro. Un enunciado que contiene otro y otros.
Así, El mal tercio muestra en su estructura el agregado final –otra secuencia narrativa– que explica el título del cuento.
Una vida escrita propone –magistralmente– el devenir de historias, el transcurrir de la vida de hombres comunes, desde la centralidad de una historia, de una vida.
La gran masa lo enuncia desde las múltiples modalidades que permiten la diversidad de recursos que enriquecen la trama, que, a su vez, interpelan al lector desde esa complejidad narrativa. Así, visualizamos un paralelismo de situaciones en esa superposición de espacios en la unicidad del tiempo de los enunciados.
En ese relato –particularmente– propone la recuperación del habla. Del habla de un lugar y de su configuración cultural en la referenciación de historias y rumores. Así, incluye las distintas versiones que Lucio –el personaje que recorre el pueblo– escucha de la gente. Versiones que se completan en la inclusión de palabras, modismos, expresiones. El mundo posible resulta así un abigarrado relato que permite inferir y aún imaginar lo que se cuenta.
Pero no solo eso. También, el inconsciente colectivo emerge, se desplaza en la consideración de temores, miedos, maleficios. Magún insiste en ese sentido. Ese lugar donde nunca pasa nada, según explican los nuevos que han llegado. No sé para que vivir en un lugar que sin embargo tienen el magún. Locura con depresión, dice Lucas. Te agarra de un día para el otro. Se te mete adentro. El temor atávico a esa conformación genética de los gringos –según dicen– justifica conductas impensadas, violencia, suicidios, asesinatos. En fin, lo inexplicable.
La lengua de las cotorras, muestra en la gradación de los sucesos, el crecimiento de lo oscuro, lo silenciado, los ancestrales temores. La metáfora con que se cierra el relato –la aparición de las cotorras silenciosas, testigos de la desgracia anunciada– es la ratificación de esas creencias –rumores– negadas, pero siempre esperadas, creídas, circulantes, presentes.
Asimismo, en Magún, la inutilidad de los cambios, la carencia de respuestas, se metaforiza en la larga fila de hormigas obreras que parece llegar hasta el desierto de la calles; llevan palitos, basura y pequeños restos de horas secas Pasan por debajo del vaso con toda esa carga encima, pero es tan minúsculo el tránsito que el vino no se inmuta. Ella, espera una vibración, un círculo concéntrico, alguna frecuencia todavía sin nombre que logre mover la superficie del vino. No pasa nada. El esfuerzo de las hormigas no alcanza. El último relato se cierra con la secuencia de la discusión de Laura –lugareña con su novio, venido de la ciudad– sobre la relación hombre, naturaleza, máquina. Una discusión que implica determinar cuál es el mal tercio. Cae un peón de su caballo como un peso muerto. Laura exclama entonces: Estoy harta…. Harta de este pueblo, estoy. Harta de las tragedias. Acá todos se alimentan de las tragedias. Se levanta, y se dirige al animal. Primero le palmea un anca. Después le transita el lomo transpirado, peina todo su largo con una mano. Por último le acaricia y corrige las crines. Cuando llega a mirarlo de frente usa las riendas para bajarle la cabeza. No es una imposición, sino más bien un acuerdo mudo: no comparten la especie, no comparten la lengua, pero ambos saben que es lo único que nunca sobra en la llanura. Laura le busca la mirada y evita ese arrullo tonto que siempre se les dedica a los caballos; después le pasa la mano húmeda entre los ojos, despacio, y lo besa arriba de la nariz. El fragmento no tiene desperdicio. Metaforiza en ese último gesto, la verdadera paz que existe en ese espacio. El encuentro del hombre con la naturaleza. Eso, que es lo que nunca sobra en la llanura. Queda en mi memoria, indeleble, para siempre, la metáfora de las cotorras levantando por los aires, las aspas de un molino. Ausenta así, las leyes que rigen este mundo. Posibilita así, entender, que no todo puede ser explicado y comprendido. También lo natural está empapado por la magia que puede tener significados, lecturas que se cruzan.
Podría continuar señalando marcas en el texto que indagan en esa modalidad del mundo posible. Podría… pero insisto. No hay nada mejor que la propia experiencia de lectura. A veces, se torna imprescindible.
Han sido tres textos de relatos que hemos compartido. Disímiles. Distintos. Los tres, irreemplazables.
Seguimos pronto, pronto. Gracias por estar aquí… compartiendo una lectura.
Hasta un día de estos.
María
Textos
Fonseca, Diego 2009. South Beach. Ediciones Recovecos. Córdoba.
Rodríguez Nazer, Roy, 2023. Inocentes consideraciones sobre la absurda (in) existencia de dios. Alción Editora. Córdoba.
Vigna, Diego. 2023. La paz que los demonios temen. Borde Perdido Editora. Córdoba.
Foto principal: https://www.travelchannel.com/
* Docente e investigadora. Fue profesora de Literatura Argentina y Movimientos Estéticos, Cultura y Comunicación en la ex ECI, a la que dirigió en dos oportunidades. Es la primera Profesora Emérita de la FCC-UNC.