Por Sebastián Ramia *
La historia suele tener cierta coherencia. Si bien el tiempo transcurre lineal e imparable hacia adelante, hay veces que tengo la sensación de que la película es la misma y voy y vuelvo a los mismos lugares.
Son los últimos minutos de la defensa de mi tesis y me quiebro. Un precinto me ajusta las cuerdas vocales y las lágrimas me brotan solas. La línea de llegada está ahí nomás. Ese día hay paro docente. Tanto tiempo, tantos pasos recorridos y ese día (un día como cualquier otro en la ECI) hay paro. Nadie sabe si voy a poder defender mi tesis. Uno de los tres miembros del tribunal manda su veredicto por wasap. Estoy seguro que no leyó ni una página pero propone una calificación positiva, entre 8 y 10. Te amo, ECI, te amo. Los otros dos se disponen a escuchar mi verborragia.
Catorce (¡14!) años pasaron desde aquel caluroso día de febrero en el que me acerqué a esa ventana enrejada del edificio viejo, entregué mi analítico (que no estaba debidamente certificado) y me inscribí, y el día en el que finalmente tuve que defender mi trabajo final. Una vieja (muy famosa por su mal trato) nos gritaba a todos los púberes consignas inentendibles. “¡No, esto no te sirve!” “¡Te falta este papel!” “¡No se amontonen!” Yo no tenía ni idea para dónde ir, qué papeles tenía que presentar y en dónde. Un pibe de pelo largo del centro de estudiantes, que, años después se convertiría en un gran amigo, me dio un cartón de color naranja con los días y horarios del cursillo. Yo tenía 19 años pero me sentía como de 15. No sabía nada del universo universitario.
Caí a Comunicación casi de casualidad. Venía de sendos fracasos en la elección de carreras y el mandato familiar y de clase me presionaba: había que estudiar ALGO sí o sí. Creo que miré el programa de la carrera y dije “bueno, vamos”. Pero la verdad verdadera es que no sabía para dónde ir, no me interesaba nada y no me creía capaz de nada. Vi luz y entré. El error, el azar o la casualidad, con el tiempo, hicieron que aquella experiencia fuera fundamental en mi vida.
En la Escuelita aprendí a leer y a escribir. Literal. Venía de un secundario básico, no sabía interpretar una idea abstracta, no podía leer más de una página con atención, no me salía pensar conceptos. Los primeros años los pasé con cierta facilidad por mi excelente memoria pero sin entender casi nada de lo que leía. Y fue en ese primer año de cursado donde conocí a los que serían mis actuales mejores amigos.
Todo era un caos. Con el tiempo me di cuenta de que casi siempre sería así y aprendí a amar ese caos, el quilombo constante de la Escuelita: las colas interminables en las dos compus de la entrada para inscribirse a los exámenes o para matricularse, con sus monitores en blanco y negro que cada tanto dejaban de funcionar; las prehistóricas tecnologías de las orientaciones para hacer los trabajos prácticos; las aulas detonadas del edificio viejo y las del nuevo también; los paros, las marchas, los carteles, las notas de los parciales pegadas en cualquier lado. Todo ese quilombo espantaba a algunos y nos enamoraba a muchos.
Había dos banquitos al frente de la fotocopiadora donde dejamos nuestras marcas. La avalancha modernizadora se los llevó puestos y ya no podrán atestiguar las horas invertidas en estar ahí sentados, sin hacer demasiado, sin hacer nada, para ser honestos. Estar. Estar y estar. Vivir la ECI. Ir aunque no hubiera clases, ir por ir. Ir para estar.
Siempre digo que mi paso por Comunicación fue lo que me formó como persona y eso, a la larga, termina siendo lo más importante. Tardé mucho en recibirme, demasiado. Pero me di cuenta que en todos esos años en los que perdí el tiempo en realidad estaba ganando algo difícil de poner en palabras. ¿Cuál es la unidad de medida para la formación de una personalidad? ¿Con qué instrumento lo medimos? ¿Con una evaluación? Si ese fuera el caso diría que tan mal no me fue porque mis notas fueron, en general, bastante buenas pero lo que más valoro de mi paso por la Escuelita fueron las personas que pasaron por mi vida. Son los amigos de hoy, los que me enseñaron la vida de la vida.
La línea de partida y de llegada es la misma y ya no sé cuántas vueltas di. Estoy donde empecé, en los primeros renglones de este texto y en los primeros últimos días de mis días como estudiante. Hablo rápido, un poco atolondrado, defendiendo mi tesis como se defiende una victoria sufrida. Tengo más miedo a ganar que a perder. En los segundos finales cuando ya está casi todo dicho pongo una canción y un gif de una cinta de Moebius y digo, con las primeras lágrimas, todo esto que dije antes: soy, somos, esos mismos pibes que en el 2002 no tenían ningún tipo de esperanza en nada, los que perdíamos el tiempo, los que no sabíamos si algo de lo que estábamos haciendo serviría para algo. Lloro un poco más. Veo la bandera a cuadros. Una vez, y otra vez y otra vez. Mi vieja llora. Y algunos amigos también. Se vienen los huevos y la harina. Pelo ya no me queda, por esa cosa del paso del tiempo. Ya está, lo logré.
¿La canción que suena en esos instantes finales? Es obvio: tarda en llegar y al final, al final, hay recompensa.
“Y así vamos, corriendo tan lento como el verbo lo permite por esta gran curva que por larga parece recta, y nos deposita, tiempo después, cansados y maltrechos en el mismo lugar. Todo fue muy rápido y no hubo tiempo para pequeños milagros que decían a gritos llamarse felicidad. Todo fue muy rápido, y yo me senté a esperar”.
* Egresado de la ECI-UNC y escritor.