Por María Paulinelli *
En los bordes mismos de la narrativa, más cerca del discurso poético, la autoficción crea nuevas y azarosas modalidades de representación de y desde una subjetividad.
Si definimos la autoficción como ese espacio inseguro, sin límites precisos, donde el discurso busca la representación de una subjetividad, siempre azarosa, siempre impredecible, podemos reconocer las múltiples posibilidades que nos interpelan en una búsqueda inacabada pero no por eso, irrenunciable de nuestra identidad.
Algunas pistas para reconocer la autoficción –hemos dicho– se insinúan en la multiplicidad de rasgos distintivos del discurso… en la unicidad de una subjetividad, que es al mismo tiempo, común, ordinaria, intrascendente… en la búsqueda empecinada tras la concreción de una modalidad que se expande sin límites, sin normas, sin reglas, sin espacio… en la ambigüedad de la referenciación y la imaginación, pero siempre de y desde una subjetividad presente y victoriosa, enunciada y enunciante al mismo tiempo… de lo imprevisible de una vida que transcurre al mismo tiempo que se enuncia… en la minuciosidad y la carencia de certezas de ese mundo relatado… en los juegos de lenguaje que la nombran -paradójicamente, definidas- como discurso…
Inaprensible, ubicua, múltiple, cambiante, diferente, posible… todo eso.
Y entonces, les propongo recorrer estos inciertos territorios. Diseñamos este camino en la entrega anterior. Escudriñamos lo que pretendió ser una hoja de tura.
Ahora… transitamos, desde la intensidad de un lenguaje que se acerca subrepticiamente a la poesía y toma esa intensidad, como una posibilidad centrada -como nunca- en el lenguaje. Y entonces, leemos, como una forma de conjurar este tiempo extraño que vivimos. Tiempo de intemperancias. Tiempo, también, sin certezas. ¿Vamos? ¿Me acompañan?
En el principio fue la escritura surrealista
Baal Babilonia ( 1959) del español, Fernando Arrabal.
Quizás sea el Surrealismo, la suprema posibilidad de unir vida y poesía. Quizás sea el último grito vanguardista. Quizás sea el espacio donde los hombres desesperados se entreguen, mansamente, a la palabra, la forma, el movimiento como esos espacios donde sea posible, nombrar, atisbar, representar. Por eso, hablamos de un principio, de un comienzo.
Leo el texto. Ochenta fragmentos, breves, de una intensidad poética deslumbrante, sobre el delineamiento de su subjetividad. Fragmentos que nos sumergen en ese relato y a la vez, carta, que Arrabal, en primera persona, le escribe a su madre. La apelación permanente a ese vos, adquiere consistencia, solo una vez en el relato: “La pipa, mamá”. Pero intuimos, sabemos que habla a su madre.
Una carta relato que oscila entre un presente de adulto enfermo : “El médico ha dicho que repose y yo por eso reposo. El médico ha dicho que ”….… “y yo por eso”…….”El médico ya dicho que ”……“ y yo por eso……. “Mientras: veo como llueve sobre los cristales de mi habitación. Las gotas de lluvia, resbalan transparentes. El cielo está gris, está cerca y borroso.” Un presente donde los recuerdos, se centralizan en un solo objeto: una pipa “Yo siempre fumo en la pipa Dr Plumb de papá”. También, en una sola imagen: “Un hombre enterró mis pies en la arena. Era en la playa de Melilla. Recuerdo sus manos junto a mis piernas y la arena de la playa. Aquel día, había sol”.
Un presente que se explaya sobre un pasado. El pasado de la infancia donde el padre es solo una imagen congelada –la que señalamos recién– y la madre una voz omnipresente, que castra, mutila salvajemente sentimientos, pensamientos y recuerdos. “¡Cuánto te he querido hijo mío! ¡Y cuánto te sigo queriendo! Entonces, no tenías más ojos que para mí. Entonces, no querías estar con nadie, solo querías estar conmigo” La voz que crea realidades de antes y de ahora: ”-Yo he sido demasiado buena. Dime que lo reconoces. -Te dije que sí y lloraste”.
Esa voz que crea realidades también sobre su padre: “Papá murió. Quizás haya sido mejor para todos. Qué dura carga hubiera sido. Además fue castigado por sus faltas. No olvides que hasta Dios castiga a los culpables La Biblia dice: Castigaré a Baal en Babilonia”.
Una subjetividad desplazada entre los remezones de la Historia que mezcla política y creencias, militancia y religión, República y Franquismo… que la destruye y la construye, en esa inercia que dan las ausencias no queridas y las presencias no deseadas.
Un discurso poético, finalmente, donde la identidad desbroza, mientras intuye, el sentido final de la culpa y el castigo. Un reencuentro con la libertad suprema de la palabra y la conciencia. Arrabal, en fin. Imposible no leerlo.
Traslaciones. Un yo que vive, retratado desde el yo que escribe
Autorretrato sin mí ( 2018) del español, Fernando Aramburu.
Quien nombra este autor, piensa inmediatamente en Patria (2016) la increíble novela sobre la ETA y la vida cotidiana en el País Vasco. Ahora, les propongo, la lectura de este pequeño, insondable texto que pretende ser eso: un autorretrato, desde la mirada del escritor que se retrata a sí mismo… y quizás, también, a nosotros.
Estructurada en seis capítulos numerados, que se componen de fragmentos titulados, el texto se inicia con una introducción: Su vida y la mía, donde se plantea esa dualidad entre el yo que enuncia y el yo que es enunciado: “Habito desde que nací en un hombre llamado Fernando Aramburu” para continuar con la enumeración de momentos de esa vida que comparten, ya no desde el singular de una persona sino desde la identificación en un nosotros: “Hoy, lleva, llevamos los pensamientos en el aire” para terminar enunciando la identificación entre uno y otro: “Llevamos tanto tiempo juntos que ya no sé si él es yo o yo soy él”.
Un yo que es otro yo y nosotros al mismo tiempo… que tiene una vida que se hace con las distintas vinculaciones emocionales, reflexivas y poéticas en un mundo en el que podemos reconocernos. Un mundo contemporáneo que habitamos también, nosotros, los lectores. Un mundo de cualquier hombre, con relaciones familiares, de padres, hijos, con el amor de una pareja, amigos, proyectos, profesiones, sueños y utopías, alegrías y tristezas, encuentros y desencuentros, ausencias y presentes. “Pero esta lluvia que tanto penetra y tanto hiere está cayendo en el pasado y no nos va a mojar ni a ti ni a mí ni a nuestras sombras ya para siempre separadas”. ……”Yo no sé cómo puedo detener esta lluvia que lo está empapando todo de desdicha. ¿No habrá, padre, un techo que proteja de tu muerte?”
Un mundo abigarrado de distintos espacios con sus tiempos. Pasados y presentes, incluso algún atisbo de futuro. Siempre desde la humanidad simple de ser hombre…hasta la de ser un hombre muerto que aún habla:” Si yo le pudiera contar, ay, si yo pudiera decirle hasta qué punto no hay misterio, ni castigo, ni recompensa, en nuestro retorno a la materia inerte. Que lo raro es vivir, figurarse la eternidad, estrenar una camisa.”
Un mundo, en fin, con sus objetos y sus cosas. Con las palabras, y los libros. Con los pequeños seres que pueden completarlo: ”Cantemos, por tanto, mirlo matutino, compañero, lo que tengamos que cantar, sin esperar recompensa, no más que porque somos esta corta y frágil vida, que, sin embargo, canta. Pues de guardar silencio, de estar mudos para siempre ya habrá tiempo en los infinitos días que amanezcan sin nosotros.”
Un yo que -en el último fragmento- habla de los posibles otros que pudo haber vivido. “Los echo en falta. A menudo los recuerdo, uno a uno. Con razonable nostalgia, porque me sé, sin ellos, incompleto.” De ahí que concluye: “En la hora del recuerdo convoco, sin olvidar a ninguno, a los seres diversos que nunca fui”.
Javier Marías en Corazón tan blanco, (1992) realiza un camino inverso al de Aramburu en el reconocimiento de la ficcionalidad. Escribe dos Epílogos donde señala los elementos autobiográficos del relato. Curiosidades, ¿no? Decíamos la historia de un yo que vive, retratado desde el yo que escribe. Deberíamos decir, desde el yo que piensa, siente, sueña, ama, espera, vive, muere… en la infinita posibilidad de las palabras de los hombres. Entonces, decimos: un retrato de ese yo… que puede ser cualquiera de nosotros.
Revisiones. Un yo que se completa con los otros.
Desgracia impeorable (1972) del austríaco, Peter Handke.
Un texto breve. Brevísimo relato pero con la fuerza de una interpelación a sí mismo como escritor y como hijo que revisa sus recuerdos. Escrita a los pocos días del suicidio de su madre, el texto compagina distintos niveles discursivos. Se inicia con la información escueta de un periódico sobre el hecho, para extenderse luego en un relato –como lo indica el subtítulo– sobre la vida de su madre y la posibilidad de enunciarlo en la escritura.
Una desgracia vivida como indiferente, en la imposibilidad de negarse al infortunio- la existencia de la madre-. Una desgracia que ya no puede ser mayor, comprobable en la revisión de esa existencia –la angustia del hijo que genera la escritura–. Estos dos niveles, la historia de la protagonista y la indagación sobre la escritura, se deslizan superponiéndose, continuándose para finalizar con la afirmación: “El horror es algo que pertenece a las leyes de la naturaleza: el horror vacuis de la conciencia. La representación se está formando en estos momentos y de repente advierte uno que no hay nada que representar. Entonces esta representación se cae como un personaje de dibujos animados que se da cuenta de que lleva ya mucho tiempo andando por los aires. Más adelante escribiré algo más preciso sobre todo eso.” Impeorable también, en eso: en la imposibilidad de mostrar ese vacío, de enunciar su propia angustia. La historia de su madre es la lucha para afirmarse como persona: “…dejar de ser una para convertirse en ella”. Un largo enfrentamiento con las condiciones sociales, políticas, culturales de esos años intermedios del siglo XX en una Alemania conturbada por fuertes principios ideológicos y acontecimientos de todo orden. Infancia, adolescencia, juventud, marcadas por un patriarcalismo fuerte, irrespirable. Un matrimonio que reemplaza al amor que se pensaba para siempre. Un hijo no buscado y sin embargo afirmándose en su vida. Dos hijos más… cuatro interrupciones de embarazo. Un marido golpeador, borracho, sin escrúpulos. La lacerante afirmación del hijo: “Había sido educada para un amor que debía quedar fijado en un objeto no intercambiable, no sustituible.” Todo vano. La carencia de estabilidad económica, de sosiego, de serenidad, de encuentro, de un mínimo de felicidad o de alegría. También, vanos. Luego la madurez incipiente con la enfermedad inexplicable pero con dolores fuertes, inaguantables. “Ya no soy un ser humano”, dice ella. “El simple hecho de existir se convirtió en una tortura”, corrobora el hijo. Luego, la nada. El suicidio preparado. Cartas que no logran explicar la despedida. Finalmente, vanos. Ese vacío vacuis … el horror imposible de superar. “Ella era, fue. No fue nada.”
Pero está también la historia de la escritura. “Entonces en vez de partir de los hechos, partí de las formulaciones de las que ya disponía del arsenal lingüístico de la sociedad y luego de la vida de mi madre. Porque solo en una lengua pública no buscada era posible de entre aquellos datos biográficos que no decían nada encontrar alguno que estaban pidiendo a gritos que alguien los hiciera públicos” Por eso, hablar desde la lengua de una comunidad existente, es lo que le permitirá escribir esa historia “con lo que no tiene nombre, con segundos de espanto para lo que no hay lenguaje.” “Son esos momentos en los que la extrema necesidad de comunicación coincide con la extrema falta de lenguaje.” Una desgracia impeorable también para el hijo y su escritura: “No es verdad que escribir me haya servido para algo. Durante las semanas en las que estuve trabajando en la historia, esta no dejaba de preocuparme. Escribir no fue una forma de recordar una etapa ya concluida de mi vida, sino únicamente un continuo trasiego de recuerdos en forma de frases que lo único que hacían era afirmar unas distancias que yo había tomado. ” Quizás esta afirmación es lo que ratifica y afirma el sentido del discurso en este relato autoficcional. El relato de ese yo que escribe, como posibilidad e imposibilidad al mismo tiempo, que se hace desde esas frases disueltas que condensan solo el vacío de algunas vidas. Siento que no he podido, que no puedo lograr que hagan suyas ese sentido final de la escritura y de la historia. Quizás, sea la lectura, una posibilidad ante esa desgracia imposible de vivir y de escribir.
La escritura como salvación y resguardo de la identidad.
En la tierra somos fugazmente grandiosos (2019) del vietnamita norteamericano, Ocean Vuong
¿Qué título, no? Eso, solo es el comienzo…. No se imaginan cómo escribe ¡con tan solo treinta años! De su producción poética- ampliamente reconocida- se corre a la narrativa. Esta es su primera novela. Disfruten aunque sea solo los fragmentos que transcribo. La verdad … que copiaría todo el texto…. Les queda a ustedes, la increíble tarea de leerlo. (También pueden hacerlo en voz alta, para sentir la intensidad de las palabras. Algo que aprendí viviendo. El placer estético de las palabras, retumbando….)
El texto, fragmentario, se estructura en tres capítulos numerados. No hay títulos ni subtítulos que guíen la lectura. Es la subjetividad que se desborda sin límites. Sin orden cronológico, sin tiempos, sin núcleos narrativos. El enunciado del relato se disuelve en las imágenes que muestran como la identidad se va haciendo… como la salvación es posible en la afirmación de un yo, ferozmente marginado en su doble condición de vietnamita emigrado en EEUU y de homosexual. Y entonces, de ese conjunto de fragmentos poéticos, atisbamos una historia, la de Perro Perdido-el protagonista que no es otro que Ocean. Un nombre que se explica y que resume la historia de búsqueda y de logro, en permanente paradoja. “Amar algo es darle el nombre de algo tan falto de valor que se puede ignorar y dejar intocado y vivo.”…. ..“ Porque los malos espíritus, errantes por el mundo en busca de niños sanos y hermosos, al oír que llamaban a cenar, niños con nombres de cosas horribles y repulsivas, pasaban de largo de la casa y el niño se salvaba” Una metáfora entre tantas.
El texto es una larga carta que el protagonista escribe a su madre. “Escribo para llegar a ti –aunque cada palabra que escribo sea una palabra más lejos de donde estás.“…” Te estoy escribiendo porque no soy el que se va, sino el que vuelve con las manos vacías”. Una madre-aclaremos- que no lee ni escribe, que tampoco habla inglés, pero que metafóricamente significa el acceso a la vida. Por eso le escribe. Porque el texto es la metáfora de la construcción de su subjetividad. Es como si necesitara decirle a quien le dio la vida, que ha hecho él con esa vida. Explicación que significa –también- mostrarle que hubo un nuevo nacimiento en las sucesivas elecciones, en los distintos derroteros de su existencia.
Pero hay algo más. Una traslación de personas. Del tú, madre, al vosotros, mundo. ”Al escribirte a ti aquí, podría ser que estuviese escribiendo a todo el mundo, porque ¿Cómo puede haber un espacio privado si no existe un espacio seguro, si el nombre de un chico puede a un tiempo protegerlo y convertirlo en animal?” Maravillas de la escritura. Intensidad de la palabra. La historia comienza en la adaptación a un lugar nuevo y doblemente diferente. EEUU. Su familia se reduce a su madre-violenta y cariñosa al mismo tiempo-, una abuela- casi demente, portadora de las historias del pasado vietnamita- un padre ausente-… Una familia ensimismada en sí misma. No hablan la lengua de los otros… solo el niño es el nexo entre las dos mujeres y la sociedad que los circunda. La interrogación. “¿Qué es un país sino una frase sin fronteras, una vida?” es la primera determinación de esa vida. Integración Reconocimiento de una identidad distinta que tiene como base la palabra. Afirmación y reconocimiento de su identidad sexual. El amor. La ternura. El enamoramiento. Trevor. La pérdida y la muerte. “Partido en dos, era el único pensamiento que podía retener. Que la pérdida de una persona podía desdoblarnos a nosotros, los vivos, multiplicarnos”. La feroz caracterización de una generación de jóvenes, la droga, la soledad, la lucha estéril. “Una vez, me preguntaste qué significaba ser escritor. Así que te lo explico. Siete de mis amigos están muertos. Cuatro de sobredosis. Cinco, si contamos a …… que volcó en su Nissan…”. Dicen que nada dura para siempre, y yo te estoy escribiendo con la voz de una especie en peligro de extinción”. Por eso escribe. Porque sabe que en la palabra, está lo que salva. Metáforas. Más metáforas. Sobre la libertad: “No es más que la distancia entre el cazador y la presa”. El arte: “¿Es eso el arte? ¿Conmovernos al creer que lo que sentimos es nuestro cuando a la postre, es alguien distinto quien, anhelante, nos encuentra?” La vida como posibilidad pero como elección fortuita en la imagen de las mariposas monarcas que migran todos los años huyendo del invierno: ”Basta una noche de helada para matar a toda una generación. Vivir, entonces, es una cuestión de tiempo, de momento oportuno.” Y tantas otras… Cruza todo el libro la metáfora de los bisontes que por seguir la manada caen al precipicio y mueren. Metáfora de la tradición familiar, las normas, los mandatos. También, cruza la metáfora de las mariposas que revoloteando juntas, pueden cambiar el color del cielo y de las plantas, en ese sentido de lo fortuito y aleatorio que tiene la vida de los hombres. Al final del texto, ambas metáforas se cruzan y explican esa lenta afirmación pero no por eso menos dolorosa, de su identidad personal. Es, Ocean. “Corro pensando que lo superaré todo, ya que mi voluntad de cambiar es más fuerte que mi miedo a vivir…. Pienso en los bisontes que en alguna parte, con los lomos ondeantes a cámara lenta, avanzan hacia el precipicio, los cuerpos marrones atascándose ante el estrecho abismo”……”Y justo cuando el primero de los miembros pisa ya fuera del abismo, el aire, la nada eterna bajo sus patas, se incendian en el centello ocre y rojo de las mariposas monarcas. Millares de monarcas caen sobre el final de la tierra firme, se expanden por el aire blanco como un chorro de sangre que cayera contra el agua. Corro a través del campo como si mi precipicio no se hubiera escrito nunca en esta historia, como si no fuera más pesado que las palabras de mi nombre. Y, como una palabra, no soporto peso alguno en este mundo, si bien cargo con mi propia vida. Y tiro hacia adelante hasta que lo que dejo atrás se convierte exactamente en aquello hacia lo que corro, como si formara parte de una familia.”
Hago silencio. Después de estas lecturas, sería inútil seguir hablando de la autoficción y sus posibilidades. Hay mucho todavía. Sí, hay mucho, quizás entre nosotros, que pueda ser dicho y ser escrito. Posibilidades increíbles de las palabras, de la literatura. Algo que nos ayuda a vivir y ser mejores.
¡Hasta pronto!
* Docente e investigadora. Fue profesora de Literatura Argentina y Movimientos Estéticos, Cultura y Comunicación en la ex ECI, a la que dirigió en en dos oportunidades. Es la primera Profesora Emérita de la FCC-UNC.
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