Por Sebastián Gago *
Creada para la revista Fierro y convertida en libro por la editorial cordobesa Llanto de Mudo, la obra de Ángel Mosquito y Federico Reggiani imagina una Argentina asolada por una peste transmitida por la vaca, animal símbolo de la nacionalidad. En esta versión criolla del fin del mundo con cumbia villera, el sálvese quien pueda, la rapiña y la paranoia devenida en violencia contra el otro amenazante coexisten con la resistencia organizada, la solidaridad comunitaria y la escuela, eterna sobreviviente de toda hecatombe. Todo eso que hoy amenaza ser real aparece en esta historieta que interpela un presente de pandemias virósicas y sociales.
En este escrito no me propongo en absoluto abordar la presente crisis sanitaria, social y comunicacional con información responsable, como se plantea el proyecto Especial Pandemia. Y hasta imprudente sería si afirmo que aquí hay una mirada analítica y comprometida con respecto a la situación general de la actual pandemia. Sí un intento de rescate, dentro de la extensa producción de narrativas contemporáneas sobre la crisis, de una producción ficcional, específicamente una historieta, que imagina y aventura cómo sería un mundo postapocalíptico situado en la realidad argentina.
Vale acotar, de entrada, que la historieta en cuestión, Tristeza, es un eslabón de una extensa producción de narrativa gráfica realista del autor Ángel Mosquito (Martínez, provincia de Buenos Aires, 1976). Su obra es parte fundamental de la historieta argentina realista contemporánea, aquella surgida de manera autogestiva a partir del derrumbamiento de la industria editorial profesional de historietas a mediados de los noventa. Esa narrativa gráfica independiente germinó en buena medida en la virtualidad de la Web 2.0 y fue posible merced a una relativamente extensa autonomía en el campo del cómic. En su obra, unas veces como autor integral y otras junto al guionista Federico Reggiani (La Plata, provincia de Buenos Aires, 1969), Mosquito construyó al conurbano bonaerense como una geografía social marcada por la incertidumbre, la precariedad y la –a veces violenta– muerte. Esas producciones historietísticas, montadas en los cruces y mixturas de los géneros narrativos más diversos –gótico, western, thriller y policial, costumbrismo, ciencia ficción de invasión extraterrestre y también postapocalíptica, aventura, autobiografía, y, sobre todo, humor– tienen en común que estimulan a reflexionar sobre nuestro presente, y más allá de él, sobre los dilemas de nuestra existencia cotidiana como individuos y como sociedad.
En este texto elegimos hablar de tal vez la mejor historieta de la dupla Mosquito-Reggiani, y quién sabe lo mejor en narrativa gráfica que se haya hecho en Argentina durante la década del 10. Hecha en color, Tristeza fue publicada originalmente en la ya extinta revista Fierro (durante su segunda época). El primer episodio salió en diciembre de 2010 (n° 50 de Fierro), y el último, en marzo de 2013 (número 77), completando un total de 17 entregas mensuales si sumamos sus dos “temporadas”. Cada capítulo de Tristeza, encabezado por un subtítulo, cuenta con relativa autonomía en su línea argumental, a la vez que mantiene y alimenta una trama narrativa central. Concebida para ser publicada por entregas mensuales de seis u ocho páginas en una revista antológica, su recopilación por el sello cordobés Llanto de Mudo (2014) la convirtió en una excelente novela gráfica.
A caballo entre la ciencia ficción postapocalíptica y el costumbrismo barrial, y sin faltarle la dosis de humor que distingue a sus creadores, la serie cuenta la historia de un grupo de sobrevivientes de una epidemia desatada por el virus de la “Tristeza”, transmitido por las vacas a los seres humanos, que dejó al mundo sólo con el diez por ciento de su población. El relato se inicia varios años después del comienzo de la peste, cuyas víctimas son presas de un total estado de tristeza, apatía y depresión que lentamente los apaga. A los infectados que no han sido eliminados por sobrevivientes “sanos”, se los confina en cuarentena, la mayoría de las veces en sus propios hogares, donde sólo les queda esperar la muerte con un largo llanto. Unos instantes antes de morir, les da un ataque de locura que los vuelve agresivos y peligrosos.
Los supervivientes, ya lejos de los muertos, se organizan en un pequeño grupo en las afueras de Villa Astolfi, provincia de Buenos Aires, y se las rebuscan aprovisionándose de víveres, alguna herramienta de utilidad y, con suerte, armas. Luego intentan dar forma a una comunidad, para poder vivir a pesar de no contar con servicios básicos, tecnología ni instituciones. Y entre tantas cosas que faltan, ¡no hay vacas! Esos nobles animales, tan caros al imaginario alimentario nacional, pasan a ocupar el lugar del “cuco” o del “viejo de la bolsa”, entidades monstruosas que tanto niños como adultos pretenden evitar.
Calles pobladas de basura y yuyos crecidos por doquier, cadáveres humanos tirados en las veredas y dentro de automóviles y viviendas, supermercados y comercios saqueados, alimentos y preservativos vencidos, perros hambrientos hurgando en las bolsas de residuos, osamentas vacunas, gallineros y huertas con calabazas, un molino de agua reutilizado con el eje de un viejo Renault 12, niños huérfanos que deben aprender a vivir solos y otros que quedan a cargo de sus maestras jardineras, asaltantes y oportunistas de ocasión, “chicos que bailan” (una tribu de jóvenes salvajes con sed de sexo y violencia), vagabundos a la vera de la ruta que creen que las vacas son “perros grandes” y se alimentan de ratas y perros, hospitales sin recursos y abarrotados de “tristes”, y la escuela como la única institución del “mundo de antes” que queda en pie, son algunos de los componentes del escenario y el clima de postpandemia que nos pinta Tristeza.
Entre el final de la primera parte de la historia y el inicio de la segunda, la aparente tranquilidad de vivir en un sitio distante de la muerte, es sacudida por el drama. Marisa, uno de los personajes centrales, lo resume así frente a su noviecito Hernán: “Nos fuimos de la ciudad para no estar cerca de los cadáveres. Ahora nos tenemos que ir un poco más lejos para no estar cerca de los vivos”. El peligro es representado por los ya mencionados “chicos que bailan”, grupo de adolescentes forajidos y violentos que ataca y rapiña con frecuencia a la pequeña comunidad “civilizada”. Ésta decidirá levantar campamento, exiliarse… y empezar de nuevo.
A continuación, una serie de impresiones sobre esta historieta que, a mi entender, actualiza discusiones y problemáticas que vivimos en un presente de crisis multifacética e incertidumbre por no saber qué mundo futuro nos espera.
Vivir para contar el cuento
Con una equilibrada dosis de flashbacks, anécdotas y vivencias que nos ponen al tanto de cómo fue momento de explosión de la pandemia y, en ese contexto, cómo cada sujeto “se tuvo que hacer cargo del fin del mundo” –según las propias palabras de Ernesto, uno de los protagonistas–, la historieta Tristeza ilustra sólidamente los perfiles de sus personajes centrales. En el relato podemos encontrar una apelación a la construcción no ya del pasado de una comunidad humana, sino de cierta memoria sobre el pasado. Esta definición de Beatriz Sarlo nos podría aproximar a lo que queremos decir:
El pasado es siempre conflictivo. A él se refieren, en competencia, la memoria y la historia, porque la historia no siempre puede creerle a la memoria, y la memoria desconfía de una reconstrucción que no ponga en su centro los derechos del recuerdo (derechos de vida de justicia, de subjetividad). Pensar que podría darse un entendimiento fácil entre estas perspectivas sobre el pasado es un deseo o un lugar común. (Sarlo, 2005:9).
La tensión entre historia y memoria nos permite entender a la memoria como una construcción colectiva. En Tristeza, la construcción de la memoria, o el intento de la misma, resulta conflictivo, y eso nos hace saber lo impensable que sería el recuerdo como una acción solitaria. Ricoeur nos dice que “uno no recuerda solo, sino con la ayuda de los recuerdos del otro (…) nuestros recuerdos se encuentran inscritos en relatos colectivos que, a su vez, son reforzados mediante conmemoraciones y celebraciones públicas de los acontecimientos destacados de los que dependió el curso de la historia de los grupos a los que pertenecemos” (Ricoeur, 1999: 17).
Así, el recuerdo de lo vivido, del pasado que ya no puede volver a ser, también se celebra con esos otros. La memoria conforma el relato de una colectividad o grupo social que se actualiza mediante la ritualización. En Tristeza lo notamos en el sentarse a compartir relatos y anécdotas del inicio de la epidemia de la tristeza, en una acción de protesta política colada en una práctica de éxtasis religioso, en la celebración de una fiesta comunal donde se ratifica y actualiza la devoción al enigmático líder de la sociedad, el “Queruza”, pero donde también se alaba y se baila al ritmo de la “Santita” (una referencia nada velada a la fallecida cantante de cumbia Gilda), en la producción a modo de “diario de Yrigoyen” de “La Peste de Villa Astolfi”, un periódico de “actualidad” poblado de creativas fake news y chistes dibujados por una nena de diez años –la fresca y corrosiva Candela–, que Marito y Hernán le entregan regularmente al consumador lector e hincha tripero Ernesto. En todas esas instancias, la memoria se hace cuerpo y se torna refugio de la cultura.
De acuerdo a Schmucler (2006:8-9), en cada época la memoria de un grupo convive con otras en una pluralidad: la memoria se entiende como la práctica de una ética. Cada memoria, ya sea individual o colectiva, no existe sino en relación con otra. Las disparidades entre las memorias de dos grupos distintos resuenan en los distintos modos de construir la ley y el orden social. Eso es lo que precisamente sucede en el relato gráfico de Mosquito y Reggiani, cuando el grupo original de la historia se integra a una comunidad de otro gran grupo de sobrevivientes, organizada de modo verticalista y rígido en el control de sus habitantes.
Otro aspecto de la memoria es la imprevisibilidad, en el sentido de que un hecho puntual e involuntario, como un aroma, un sueño o el sentimiento de un dolor, puede revivir un largo pasado. La broma que un alumno de la escuelita le hace a sus compañeros, mostrándoles el dibujo de una vaca –el animal vector del virus mortal–, activa un sinfín de recuerdos del drama de una generación de niños que, desde muy pequeños, se criaron sin padres y sin futuro. Son esos niños y niñas los que, con aparente ingenuidad, preguntan a sus mayores qué es un “asadito”, qué se hace con los billetes –papel moneda–, o, en el cuartito que funciona como escuela, si existe la provincia de Buenos Aires.
Según Schmucler (2005: 1), “la memoria es equívoca, hace presentes verdades que mañana dejarán de serlo cuando otra sea la realidad que alude al mismo hecho. Sabemos esta inquietante realidad de la memoria y, sin embargo, también sabemos que nuestra vida en el mundo no sería concebible sin ella”.
“Todos bailan menos yo”
La memoria es, entonces, una construcción en la que participamos todos los individuos de una sociedad, pues todos tenemos la capacidad para simbolizar y experimentar la densidad de las distintas emociones y, asimismo, de diseñar procesos para situar las experiencias en el presente en un momento concreto (Cf. Del Valle, 1999:8). Dice Teresa Del Valle que la memoria no sólo puede generarse de manera explícita, pues también existe una memoria no discursiva. Las emociones son condicionantes y (re) constructoras de la memoria, y a ellas remite la historieta de Reggiani y Mosquito, como así también otras series publicadas durante la segunda época de la revista Fierro. En Tristeza notamos que el pasado de la sociedad, aquel momento en que no había pestes ni calamidades, es una construcción de sobrevivientes, aleatoria y fragmentaria. Se trata de un pasado reconstruido en unas condiciones de vida cotidiana alteradas por un desastre apocalíptico. Una construcción emotiva y nostálgica del pasado predomina en la mayoría de los personajes adultos, y contrasta con dos situaciones: en primer lugar, con las nuevas generaciones de sobrevivientes, niños o adolescentes, que no recuerdan prácticamente nada del “mundo de antes”, al que en algunos casos cuestionan con una mezcla de candidez e ironía. Es el caso de la hilarante Candela, quien, metiendo un bocadillo al estilo de Esperando la carroza, le cuenta a la parejita nueva integrante de la comunidad las bondades de tener una escuela: “¡Está bueno! ¡Nos enseñan un montón de pelotudeces! ¡Y vemos tele!… ¡Y tenemos un montón de chicos chiquitos!”. En segundo lugar, la memoria de los adultos contrasta con la condición “salvaje” de “los chicos que bailan”, un grupo de jóvenes forajidos que se reúnen por las noches a tener sexo y bailar alrededor de un fogón; llamados también “matagallinas” –porque frecuentemente atacan algún poblado de sobrevivientes “civilizados” y les masacran sus gallineros-, los “chicos que bailan” disponen de una casi nula capacidad de habla y de simbolización. Son “salvajes” sobre todo porque parecen carecer de una memoria colectiva, histórica.
Esta imagen del presente total, del puro instinto, resulta seductora para aquellos personajes de la comunidad “civilizada” que dejaron de ser niños y, motivados por el despertar sexual, deciden abandonar su grupo y unirse a aquellos que “hacen cosas”. En un pasaje de la historia, en el sexto episodio, “Todos bailan menos yo”, Pablito se entera que su mejor amigo, Mario, está saliendo con Laura y que “el arquitecto (Hernán)” hace lo propio con Marisa, tiene este diálogo con su amigo:
—¿Y yo? Todos bailan menos yo.
—Dentro de unos años capaz que te podés levantar a alguna de las pendejas…
—Dentro de unos años estamos todos muertos.
Tal pulsión instintiva no puede ser saciada dentro de un precario intento de organización estatal frente a la “barbarie”, como observa la apática Laura, una de las supervivientes, ante la huida de Pablo de la comunidad: “¿Es cierto que al final eligió garchar antes que comer canelones? ¡Bien por Pablito!”.
“Que lo vean todos”
Al reflexionar sobre el hombre y su búsqueda de la felicidad, Freud señala en su obra El malestar en la cultura que “la satisfacción ilimitada de todas las necesidades se nos impone como norma de conducta más tentadora, pero significa preferir el placer a la prudencia, y a poco de practicarla se hacen sentir sus consecuencias”. Las consecuencias, en la historieta que estamos revisitando, saltan a la vista a poco de andar: en un nuevo ataque de “los chicos que bailan” contra la comunidad de sobrevivientes, Pablito, el desertor del grupo, cae fortuitamente abatido por un escopetazo del sufrido decano del grupo, Ernesto. Al descubrir su cadáver entre las malezas, Marisa, la maestra de escuela, pide “que no lo vean los nenes”. Cansado de tanto intento por reconstruir un orden social atado con alambre, Ernesto le responde: “Que lo vean. Que lo vean todos”.
La conformación de una comunidad organizada a partir de los vestigios de un desaparecido y derrumbado Estado, implica ceder o resignar la satisfacción de deseos primarios y el logro de excesivos placeres, en beneficio de la comunidad toda. La violenta muerte del personaje que se salió de la “civilización” resulta ser un accidente necesario y a su vez una reacción de la comunidad civilizada cuya integridad está amenazada. El veterano miembro del grupo de sobrevivientes, Ernesto, dialoga con una atónita Marisa después de padecer un nuevo ataque de los “chicos que bailan”: “Se divierten así, Marisa. Nosotros nos divertimos arreglando un molino y plantando maíz”.
“El mundo de antes pero mejorado”
Tras el nuevo ataque de “los chicos que bailan”, el grupo se embarca en el éxodo, y Ernesto se pone a la cabeza: “Yo me voy. Campo para cultivar es lo que sobra, me voy a buscar un lugar sin gente”. El exilio hacia alguna tierra “cerca del río” cierra la primera parte de la historieta y arranca la segunda. La seguridad no se busca ya entre los humanos, sino lejos de éstos. Mientras atraviesan la pampa húmeda por una ruta cualquiera, el grupo será sorprendido por una banda de sujetos armados que habita en una comunidad cercana.
Se trata de una sociedad verticalista y estricta en las rutinas de sus pobladores, donde el fervor religioso y los liderazgos autoritarios y mesiánicos están a la orden del día. Racionamientos de comida, alcohol, yerba mate, ropa, y hasta de escucha de música (se permite sólo por la mañana y en las fiestas), división y organización rígida del trabajo, exclusión de una parte de la población de la enseñanza escolar, restricción de la tasa de procreación y un sistema de justicia sumamente arbitrario y represivo, son algunos de los rasgos de este nuevo orden social. En éste, pertenecer al cuadro administrativo –ya sea siendo funcionario o fuerza de seguridad– implica “tener una posición” y obtener los beneficios que implica la misma: “Los soldados nos roban las mujeres porque hay posiciones de nuevo”, se queja Marito, que acaba de ver a su ahora ex chica, Laura, intimando con un “soldado” del “Ingeniero”, la cara visible del gobierno de esta sociedad.
Definido a sí mismo como el que se ocupa “de la administración de los recursos”, el “Ingeniero” está más interesado en controlar y vigilar que en darle calidad de vida y confort a las familias: piensa en fabricar paneles solares para alimentar el alumbrado público en lugar de proveer de electricidad a los hogares. Un diálogo entre Marito y un par de antiguos pobladores en el comedor comunitario sintetiza cómo está repartido el poder en aquel lugar: “Acá se lo debemos todo al gran Queruza. Vos grabate eso y te va a ir bien”, afirma uno, y el otro, principal opositor al régimen del “Ingeniero”, responde: “Al Queruza le debemos respeto, pero acá trabajamos todos”.
El Queruza cumple, la Santita dignifica
En la nueva sociedad donde transcurren los hechos narrados en la segunda “temporada” de Tristeza, el liderazgo político real permanece oculto, y lo que se sabe de él proviene más de lo que otros personajes comentan que de sus acciones concretas en la historia. El propio “Ingeniero” reconoce la fama del “Queruza” y lo califica como un “líder”: “Si él le dice a la gente que trabaje, la gente trabaja. Eso es lo que necesitamos todos, ¿no? Después de tanta muerte… trabajar”. Si viéramos al personaje con el lente teórico de Max Weber y su sociología de la dominación y el poder, el Queruza encajaría en la categoría de líder carismático. Lo quieren y respetan hasta sus propios adversarios: “La Santita nos hace vivir, pero el Queruza nos hizo nacer”, indica el cabecilla de los adoradores de la Santita, enemigos del régimen del “Ingeniero”. Siguiendo el concepto de Weber, el capital simbólico y político de este misterioso personaje descansa en la entrega y la fe incondicional de gran parte de la comunidad a sus cualidades heroicas y sus actos ejemplares, y es por ello que se obedece a sus órdenes y revelaciones, las cuales muchas veces son proferidas en un lenguaje casi indescifrable.
Héroe salvador y profeta probado, el Queruza no ejerce una función regular como tomar decisiones de gestión o arbitrar disputas, sólo actúa frente a una crisis en el orden social o cuando el cuadro administrativo se lo solicita, o ambas cosas. Así como su ocupación es esporádica, el Queruza también se ha desprendido de cualquier preocupación relativa a sus fuentes regulares de ingreso económico, aunque eso no significa que haya renunciado a los bienes mundanos como tales: mientras se le asegure una provisión diaria de comida, drogas, whisky y orgías, el enigmático caudillo seguirá asegurándole al “Ingeniero” y sus secuaces el capital político suficiente para gobernar la comunidad. Asimismo, el Queruza coopera con la autoridad administrativa no sólo convenciendo a la gente para que trabaje y obedezca, sino también en la represión de tendencias religiosas “peligrosas” que se expanden en la población, como lo es el culto a la Santita.
Los fieles adoradores de esta divinidad la invocan pidiendo su protección con una oración que no es otra que la canción “Paisaje”, interpretada por la mítica cantante de cumbia Gilda –una directa alusión a las creencias religiosas populares en la sociedad argentina–. Ya vengan vestidas de música bailable, plegaria religiosa o himno guerrero, las canciones de la Santita son motivo de disputas en las fiestas de la comunidad: sus devotos, que también son enemigos del régimen gobernante, suelen reclamar que las pongan mientras que los seguidores del frío y calculador “Ingeniero” pretenden censurarlas. Es precisamente en las manifestaciones de éxtasis religioso en devoción a la Santita donde se cuela la protesta de una parte de la población que reclama ser escuchada y que se termine la represión y la arbitrariedad en el manejo de la ley y la justicia. “Es que se la agarran siempre con los de la Santita”, “Tenga cuidado, porque acá no les gusta que crean en nada”, comentan los adoradores de esta bailantera post-apocalíptica transmutada en deidad. Mientras contempla desde su escritorio el fervor religioso de las masas en la calle, el propio “Ingeniero”, tomándose la cabeza, se pregunta frente a su nuevo hombre de confianza, Hernán: “¿Tan difícil es razonar, calcular y medir?”.
Parece que sí, sobre todo cuando a la política se la entiende exclusivamente como el ejercicio de una lógica racional.
“Acá no ganó nadie”
Luego de un par de “destierros” de opositores, el drama en Tristeza se tiñe de sangre: los seguidores de la Santita se enfrentan abiertamente con los “soldados” del “Ingeniero”. Al saber que él solo ya no puede parar la bronca dentro de la comunidad, unge a Hernán como su “heredero”. Pero Hernán negociará con el cabecilla de “los que mueven el asunto de la Santita” una salida política negociada, que tendrá como conditio sine qua non la entrega y eliminación del “Ingeniero”.
El arreglo parece una lección de manual sobre cómo construir un Estado: los cuadros de funcionarios ya formados aportarán información y personal calificado para organizar y hacer producir a la sociedad, mientras que los opositores pondrán los brazos y el apoyo de las masas. El desenlace de Tristeza da cuenta de que el bienestar social no se logra sólo por factores tangibles y relativamente cuantificables como cierto buen pasar económico y una regular satisfacción de necesidades básicas. La necesidad y el reclamo de muchos de que el gobierno “tiene que hablar más con la gente” y ser tolerante de sus costumbres y creencias, es una constante a lo largo de la historia. Factores como el orgullo, el respeto propio y la dignidad (James, 2019) de la gente común deben ser tenidos en cuenta para una relación política saludable, y eso lo supieron entender los nuevos dirigentes y administradores de la comunidad humana que nos pinta Tristeza. Éstos, asimismo, introdujeron algunas mudanzas en el nuevo equilibrio político: al “Queruza” le recortaron su poder, incautándole y administrándole la “merca”, además de restringir sus apariciones públicas a lo mínimo e indispensable para el mantenimiento del orden.
Pero la flamante administración seguirá valiéndose del carisma del aún adorado líder para legitimarse, mientras éste, oliendo en el viento los cambios, se legitima a sí mismo ante la población haciendo suyo el culto a la Santita. Durante el acto funerario de los caídos que dejó el conflicto –entre ellos, el “Ingeniero”–, un profético Queruza emite un discurso providencial que pacifica los bandos enfrentados y bendice a la nueva alianza gobernante:
Mis hermanos del nuevo pueblo… ha llegado el tiempo de la paz. Yo mismo alguna vez creí en la sangre, pero eso ya terminó. Ahora los amo. Y los amo como amé a nuestra Santita. ¡Jamás la lógica del mundo nos ha dividido! ¡Ni el futuro tan incierto nos ha preocupado! ¿Quién va a arrancarme de su piel? ¿De su recuerdo, de su ayer?
“En cada página tienen que empezar de nuevo”
El subtítulo precedente y la última oración de este cierre son partes del texto de contratapa del libro recopilatorio de Tristeza, y resumen bastante bien el espíritu de la historieta de Mosquito y Reggiani que, por cierto, tendrá muy pronto su edición italiana (sí, se llamará Tristezza, estará igualmente ambientada en las pampas del Plata y vendrá con el rezo a la Santita en su idioma original, la versión de Franco Simone, “Paesaggio”).
El final de esta hermosa fábula postpandémica le mete una nueva vuelta de tuerca al dilema de cómo construir una sociedad y no morir en el intento: cuando todo indicaba que empezaba “el momento de crecer, de multiplicar” –tal como señala el flamante gobernante, Hernán–, una parte del grupo originario de sobrevivientes emprende nuevamente el exilio. Son Marisa, el matrimonio de Ernesto y Susana y “unos nenes” los que se animan a vivir lo que les queda tranquilos junto al río, “y nada más”, tal como lo habían pensado al principio. “Bien lejos de todo”, se le planta Marisa a Hernán, mientras éste intenta disuadirla y convencerla para que se quede. Tierras para cultivar y río para pescar parece que tendrán de sobra, recuerdos e historias que contar, también. Nada más parecido a la cultura. “Habrá que ver cómo les va”.
Referencias
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Del Valle, Teresa (1999): “Procesos de la memoria”, La Ventana. Revista de estudios de género, n° 9. Universidad de Guadalajara, México.
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Freud, Zigmunt (2002). El malestar en la cultura. Librodot.com. recuperado dehttp://www.afoiceeomartelo.com.br/posfsa/Autores/Freud,%20Sigmund/Freud,%20Sigmund%20-%20Malestar%20en%20la%20cultura,%20El.pdf
James, Daniel (2019): Resistencia e integración. El peronismo y la clase trabajadora argentina. Buenos Aires: Siglo XXI Editores
Reggiani, Federico y Mosquito, Ángel (2014): Tristeza. Córdoba: Llanto de Mudo Ediciones.
Ricoeur, Paul (1999): La lectura de tiempo pasado: memoria y olvido. Madrid, Ediciones de la Universidad Autónoma de Madrid.
Saer, Juan José (2014): El concepto de ficción.- 4ª ed.–. Buenos Aires: Seix Barral.
Sarlo, Beatriz (2005): Tiempo pasado: cultura de la memoria y primera persona – 1a ed.-. Buenos Aires, Siglo Veintuno Editores Argentina.
Schmucler, Héctor. (2005): “La memoria como ética”, Conferencia pronunciada en la Biblioteca Nacional en el ciclo “Pensamiento Contemporáneo”, julio 2005. Transcripción realizada por Florencia Ferre. Recuperado: 8 de enero 2012, de http://fec3.blogspot.com.ar/2007/09/la-memoria-como-tica.html
Schmucler, Héctor (2006): “La inquietante relación entre lugares y memorias”, Taller “Uso público de los sitios históricos para la transmisión de la memoria”, espacio Memoria Abierta, 2006. Recuperado 2 marzo 2012, de http://www.memoriaabierta.org.ar/materiales/pdf/hector_schmucler.pdf
Weber, Max (2008): Economía y sociedad. México: Fondo de Cultura Económica.
* Licenciado en Comunicación Social de la FCC-UNC y doctor en Estudios Sociales en América Latina (Centro de Estudios Avanzados, UNC). Profesor de la cátedra de Teorías Sociológicas II de la FCC-UNC.