La segunda jornada de audiencias se agotó con el interrogatorio de identificación a los acusados. Como en procesos anteriores, la impugnación a la Justicia y el culpar a la víctima asoman como principal estrategia de defensa.

Por Alexis Oliva

La segunda jornada del proceso “Diedrichs – Herrera” se consumió el miércoles 16 de septiembre con el cuestionario de identificación de los 18 imputados por “privación ilegítima de la libertad, tormentos y homicidios agravados”, para actualizar los datos de filiación, situación económica, familiar y de salud, y ofrecerles la posibilidad de hacer una primera declaración en defensa de la acusación leída en el inicio del juicio.

La mayoría deslindó “por ahora” esa posibilidad, preservó su domicilio “por seguridad” y negó los hechos que se les atribuyen. Los pocos que la ejercieron se dedicaron a atacar a la instrucción, deslegitimar al Tribunal y la misma Justicia, culpar a las víctimas y demonizar a organismos y militantes de derechos humanos, con un libreto común que se interpreta con mínimas variaciones desde el inicio de los procesos de lesa humanidad, hace más de una década.

El procedimiento, complicado por la obligada virtualización de la audiencia oral con motivo de la pandemia, fue frecuentemente interrumpido por problemas de conexión con los imputados, algunos en establecimientos penitenciarios de Córdoba y Buenos Aires, la mayoría en sus domicilios de Córdoba capital o localidades del interior provincial y dos en Buenos Aires.

“¿Usted me escucha?”, “¿Puede decirme su nombre completo?”, “¿Tiene activado el micrófono?”, “Señor secretario, ¿podemos comprobar la conexión del imputado?”, fueron las frases repetidas una y otra vez por la jueza Carolina Prado, presidenta del Tribunal Oral Federal N° 1 (TOF 1). Estas dificultades determinaron que se difiera para el miércoles 23 el inicio de la fase testimonial.

A raíz de la pandemia, a la sala de audiencias del TOF N° 1 sólo asisten los jueces y representantes de las partes

Hiperrealismo clínico

El otro dato recurrente fue la referencia de la mayoría de los imputados –salvo en dos casos– a múltiples afecciones de salud, tanto de quienes gozan de la prisión domiciliaria como los alojados en prisiones. Enfermedades cardíacas, coronarias, respiratorias, oncológicas, urológicas y neurológicas; diabetes, hipoacusia, miopía, astigmatismo, artrosis, hipertensión y enfermedad pulmonar obstructiva crónica (epoc), fueron las principales afecciones relatadas sin ahorrar detalles y quejas por la mayoría de los acusados, cuyas edades van de 67 a 80 año.

“Esto no puede hacerme pensar otra cosa que los pocos que están en la cárcel buscan las domiciliarias”, sintetizaría luego la periodista Ana Mariani. Incluso con ese beneficio –otorgado a 12 de los 18 acusados–, un compungido Ricardo Alberto Lardone (77), ex personal civil del Ejército en el campo de La Perla, anunció: “Si esto no concluye pronto, en algún momento pienso en matarme”. Con opuesto temperamento, Alberto Luis Lucero (74), ex miembro del Departamento de Informaciones (D2) de la Policía, al final de su indagación le prometió a la jueza: “Cuando vengan los nietos les voy a pedir que me acomoden esto bien (la cámara de su computadora), para que en la próxima tenga el gusto de conocerme”.

Al indagar al ex capitán Héctor Pedro Vergez (77), quien cumple condenas anteriores en la Unidad Penal Federal N° 34 de Campo de Mayo, la defensora oficial Natalia Bazán solicitó a la presidenta del Tribunal le pregunte además “si tuvo coronavirus y cómo se encuentra”.

—Verges, ¿ha padecido coronavirus?

—Sí, tuve –confirmó el imputado.

—¿Se ha recuperado?

—Sí.

Las excepciones a la narrativa patológica fueron quienes carecen de condenas anteriores y llegan a juicio en libertad. Carlos Horacio Meira (71), ex oficial del Ejército y abogado en ejercicio, sólo indicó: “Soy hipertenso y tuve un infarto en 2014, pero lo agarraron a tiempo, no tengo ningún stent y estando medicado y controlado me mantengo muy bien”. A su turno, Arturo Emilio Grandinetti (77), general de brigada retirado, aseguró no tener “ninguna” enfermedad.

Arturo Emilio Grandinetti es general de brigada (R) y después de Videla y Menéndez es el acusado de mayor rango en los juicios de lesa humanidad celebrados en Córdoba

Misma ideología, distinta economía

Entre el más de medio centenar de acusados que pasaron por los 12 juicios de lesa humanidad celebrados en Córdoba, Grandinetti es el tercero de mayor rango. Sólo lo superaban el ex general de división Luciano Benjamín Menéndez y el ex teniente general y jefe de la dictadura Jorge Rafael Videla, ambos fallecidos. Desde el grado de capitán, cuando tras el 24 de marzo de 1976 la dictadura lo designó interventor de la Municipalidad de Cruz del Eje, hasta su retiro veinte años después, ascendió cinco veces en el escalafón y llegó a ser comandante de la Aviación del Ejército. Una carrera sólo emulada por su actual camarada de banquillo, el ex policía cordobés Carlos Yanicelli (67), pasado a retiro en 1997 con el rango de comisario mayor y ocupando el alto mando policial como jefe de Inteligencia Criminal. A espaldas de Grandinetti, la pared cargada de diplomas avalaba otro dato inédito: una maestría en Geopolítica y Política Estratégica.

El interrogatorio de identificación también arrojó asimetrías entre la situación económica de los acusados. En el extremo superior, Meira acusó un ingreso mensual de alrededor de 200 mil pesos, proveniente de su jubilación de autónomo, la pensión de su esposa fallecida y –“el fuerte”– sus honorarios de abogado, cuya jubilación ha retrasado “por la cantidad de trabajo” que posee.

Justamente, solicitó permiso para no asistir a la audiencia hasta que se trate el caso que se le imputa, porque “justo los miércoles” participa como abogado “en otro juicio en el TOF de Mar del Plata”. Según publicó el diario La Mañana de Córdoba, allí defiende a otro acusado por crímenes de lesa humanidad, en la causa del centro clandestino de detención conocido como “La Cueva”, que funcionó en la antigua Base Aérea de la ciudad costera.

En la cúspide de mayores ingresos le sigue Grandinetti, con “aproximadamente 100 mil pesos” de su jubilación militar y “como profesor universitario”. Curiosamente, su retiro en 1996 tuvo que ver con una cuestión económica: el haberse presentado a un concurso de pilotos de la línea aérea privada LAPA, porque la convertibilidad menemista mantenía congelados los sueldos militares desde 1991.

En el extremo inferior, el ex cabo de la policía Miguel Ángel Gómez (67) dijo ser “desde hace trece años fajinero” en la cárcel de Bouwer, con instrucción hasta segundo año de la secundaria y un ingreso mensual cien veces menor al de Meira: 2150 pesos. Además, contó que padece Epoc y no le proveen medicamentos, lo que motivará un pedido de informes del Tribunal al Servicio Penitenciario de Córdoba. Por el mismo motivo que el abogado bonaerense, Gómez pidió autorización para abstenerse de participar en las audiencias: “Para no perder mi fajina”.

Mejor defenderse callado

Entre los imputados que declararon algo más que sus datos personales, Verges aseguró que en agosto de 1976, mes en que ocurrió uno de los hechos por los que está acusado, el por entonces jefe operativo de La Perla “no estaba en Córdoba, estaba en Buenos Aires porque en julio había pedido el pase”.

Héctor Pedro Verges cumple condenas anteriores en la Unidad Penal N° 34 de Campo de Mayo

A su vez, el ex suboficial del Ejército José Hugo Herrera (79) se quejó de que la instrucción de las causas de lesa humanidad se limitó al Destacamento 141 de Inteligencia del Ejército y al D2 de la Policía de Córdoba, “sin tener en cuenta otros organismos que actuaron en la emergencia y en la época”. En el mismo sentido, cuestionó que “solamente se determina como lugar de detención de detenidos a La Perla y la Ribera, cuando existen otros lugares, como por ejemplo la Escuela de Aviación Militar, donde fallece un concejal, el Observatorio, Jesús María…”.

El que más se explayó fue Arnoldo José “Chubi” López (67), ex personal civil de inteligencia del Ejército, quien insistió con una ya rechazada impugnación por “parcialidad” a los jueces Jaime Díaz Gavier y Julián Falcucci y arremetió contra la instrucción de la causa. Llegó a decir que la oficina de la Fiscalía de Instrucción era “un aguantadero marxista judicial” que funcionaba como “escuela de testigos”. También atacó a las víctimas, “supuestos jóvenes idealistas” que “practicaban terrorismo a mansalva”, y reprochó la “cobardía” del coronel retirado Eduardo Aníbal Ruano, quien al declarar como testigo en el juicio La Perla aclaró: “Aquí no hubo una guerra”.

El acusado Arnoldo José López declara desde la cárcel de Bouwer

En uno de los pocos momentos en que pasó del ataque a la defensa, López se autoincriminó:

—¿Usted participó en operativos y allanamientos? –le preguntó el fiscal Maximiliano Hairabedian.

—Nunca. En una sola oportunidad tuve que ir cuando se estaba desarrollando una acción armada en el Cerro de las Rosas.

—¿Una acción armada en el Cerro de las Rosas?

—En lo que se denominó “El Castillo”, una acción armada que duró más de cuatro horas.

Al finalizar el interrogatorio, los abogados de la querella Claudio Orosz y Lyllan Luque pidieron al Tribunal que envíe ese tramo de la declaración al juzgado que investiga la causa por ese operativo, encabezado por el entonces jefe del Tercer Cuerpo de Ejército Luciano Menéndez el 7 de marzo del 77. En pleno mediodía, varias decenas de militares atacaron con artillería pesada la casa ubicada en Sarmiento y Manuel Quintana de barrio Villa Cabrera, donde resultaron muertos siete militantes montoneros.