Por Hebe Ramello *
A pesar de la experiencia acumulada en educación a distancia, en la obligada virtualidad estudiantes y docentes transitaron desde la confusión, el enojo y el extrañamiento hasta la aceptación y la oportunidad de un (re)aprendizaje. La clave para no profundizar las brechas socio-educativas es encontrar una respuesta colectiva y político-académica.
“Entendí todo, menos la distancia”
Gustavo Ceratti – Puente
En diciembre de 2019, se discutían en el ámbito de la Universidad Nacional de Córdoba aspectos relacionados a la operativización de procedimientos para la presentación de propuestas educativas a distancia, en el marco del Sistema Institucional de Educación a Distancia (SIED), de reciente validación por parte del el Ministerio de Educación de la Nación.
Por entonces, en la ciudad china de Wuhan se registraba un agrupamiento de casos de neumonía atípica, cuya tasa de contagio evolucionaba a niveles exponenciales, con severas complicaciones en la salud de la población. China notificaba la aparición de una nueva infección por coronavirus, al que pronto se conoció como Covid-19.
Tres meses después el virus se había convertido en una amenaza global para los sistemas sanitarios. El 11 de marzo, la Organización Mundial de la Salud (OMS) declaró pandemia al brote de COVID-19. Por esos días, en la tarea cotidiana del Área de Educación a Distancia (EaD) se multiplicaban consultas por la imposibilidad de concurrir a los exámenes, obligatoriamente presenciales por normativa vigente en la UNC.
Se intuía lo inminente. A partir del 20 de marzo, el Gobierno nacional decretó el ASPO (Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio) en el territorio nacional y, entre otras medidas de emergencia sanitaria, dispuso el confinamiento en sus hogares de la población en general y la suspensión temporal de las clases presenciales, en todos los niveles del sistema educativo formal.
La continuidad pedagógica apareció como letanía en el horizonte del nuevo universo discursivo que se instalaba, y la educación a distancia era el modo de nominar esas alternativas de vínculo remoto que se ensayaban en un contexto de edificios cerrados y actores súbitamente recluidos.
Precisamente, los entornos virtuales de aprendizaje cobraron centralidad ante la imposibilidad de concurrir a los espacios físicos y, se constituyeron como una alternativa institucional viable para garantizar el derecho a la educación pública y gratuita, en ese contexto de excepcionalidad. En los ámbitos donde se venía realizando una tarea sostenida e institucionalizada para el desarrollo de propuestas educativas a distancia (1), fue más sencillo identificar a qué agencias convocar en forma inmediata para organizar un dispositivo con todos los recursos disponibles que permitieran atender, con todas las limitaciones del caso, a la contingencia.
Aún subyace ese malentendido primigenio entre la Educación a Distancia como opción pedagógica propiamente dicha y las adecuaciones para reemplazar en forma temporal el componente presencial de la mediación educativa entre docentes y estudiantes. Salvo la inusitada separación témporo espacial de la relación docente-alumno, en el diseño pedagógico y didáctico de estas nuevas configuraciones, la opción y la planificación brillaban por su ausencia. Ni estudiantes ni docentes habían tenido posibilidad de elección, ya que el aislamiento era obligatorio, estricto y repentino.
El punto de partida
Al igual que el virus, la readecuación de la vida académico-institucional pasó por diferentes fases, que se transitaron de modo desigual. La primera fase de la cuarentena se caracterizó por la confusión generalizada, la voluntad de reorganización a partir de la revisión de todos los recursos disponibles; pero también reveló sin disimulo la enorme desigualdad de la estructura social y el impacto devastador de la supresión y ausencia de políticas públicas en el ámbito de la alfabetización digital durante los últimos años.
Los interrogantes fueron múltiples y diversos: ¿cómo dar continuidad a un ciclo académico que apenas se iniciaba? ¿De qué modo pensar la revinculación institucional y educativa a través de procesos mediados tecnológicamente, que hasta el momento eran ajenos a algunas prácticas pedagógicas? ¿Dónde y cómo estaban nuestros estudiantes y docentes, con qué recursos tecnológicos contaban, qué competencias digitales y saberes les permitirían readecuar sus propuestas para la virtualidad? ¿Cómo contener a quienes no están en la virtualidad? ¿De qué modo era posible sostener una actitud crítica en el diseño e implementación de estas iniciativas de emergencia? ¿Cómo aportar institucionalmente al debate y la reflexión acerca de las perspectivas pedagógico-didácticas que implicaban esas decisiones en la universidad pública?
Las certezas eran escasas, pero había una muy clara: la salida era colectiva y la dimensión clave era político-académica, no meramente instrumental. En el marco de una estrategia pedagógica integral, se involucraron todas las áreas, secretarías, centros de producción de la facultad. Se decidió promover masivamente el uso de las aulas virtuales de la plataforma Moodle, sin desalentar todas las iniciativas que las cátedras fueran desarrollando en otros espacios. Entendiendo que los entornos virtuales de aprendizaje son medios que posibilitan la interacción con los materiales, el encuentro con los/as otros/as y que pueden propiciar aprendizajes significativos, atenuar procesos de desvinculación de los estudiantes con las propuestas formativas o dificultar el desarrollo de experiencias pedagógicas.
Algo para rescatar es que en este momento comenzaron a articularse medidas de política pública de inestimable valor. El Ministerio de Educación, el Ente Nacional de Comunicaciones (Enacom) y las empresas de telecomunicaciones habían propiciado acuerdos para la liberación de datos móviles, con el fin de permitir a los estudiantes universitarios acceder de forma gratuita a las plataformas educativas y aulas virtuales que utilizan las universidades.
Aún en el contexto de expcepcionalidad, este antecedente, por primera vez, avanza en línea a pensar el acceso a Internet, no como un servicio, sino como un componente sustancial de las políticas públicas a la hora de garantizar el derecho a la educación superior.
Las otras fases
No menos traumática, la segunda fase se caracterizó por la ira y el extrañamiento. La solemnidad de las aulas virtuales, la informalidad de Instagram, el simulacro de Zoom/Jitsi/Meet no reemplazaban las instancias cara a cara. La inmaterialidad de las plataformas y recursos digitales y sus promesas de conexión e interacción, potenciaban la soledad del reflejo en la pantalla.
Los mensajes que arribaban a nuestros correos daban cuenta de esa ofuscación e impotencia: “Estoy hace muchas horas intentando entrar a un aula para hacer una actividad que no entiendo, estudiando de un modo en que no elegí, y sin nadie que me pueda orientar”.
En rigor, alcanzar aprendizajes significativos en procesos de mediación tecnológica requiere un conjunto complejo y especializado de elaboraciones en diferentes soportes y lenguajes, que debe planificarse de acuerdo con las intencionalidades y propósitos pedagógicos. La tarea de enseñanza en la virtualidad implica la interacción de un equipo de actores involucrados en distintas etapas del proceso de selección, diseño de actividades, producción de recursos y materiales didácticos y sostenibilidad en el tiempo de la propuesta de enseñanza. Esta imposibilidad de asumir roles para los que no se estaba preparado de antemano, y que eran casi desconocidos hasta ese momento, desalentó algunas buenas intenciones. Además, puso en evidencia la desactualización de la nomenclatura laboral en el reconocimiento de los actores involucrados en la práctica de la enseñanza universitaria y el enorme esfuerzo e involucramiento de los docentes y estudiantes de la facultad.
El tiempo y el espacio facultativo había sido transformado, y eran varios los factores que hacían mella en la realidad universitaria: el teletrabajo, la reorganización de las dinámicas laborales y familiares, las limitaciones de nuestros dispositivos tecnológicos, que comenzaban a sentir el uso intensivo, las alicaídas economías domésticas, la preocupación por la salud y la atención de nuestro entorno, en particular de los grupos de riesgo, y la prepotencia de las soluciones a medida auspiciadas por los gigantes tecnológicos del big data.
En algunos casos, la tercera fase llegó al promediar el cursado del cuatrimestre, cuando se comenzaba a construir la idea de una nueva normalidad hacia la cual transitar a partir de un híbrido entre las prácticas tradicionales, los nuevos modos de saber y las poco exploradas formas de producción, acceso y distribución del conocimiento.
Para entonces, a la par de lavarnos las manos, llevar tapabocas y mantener distancia física con las personas, se habían desarrollado algunas estrategias de enseñar y aprender en la virtualidad. Pero azuzando en la esquina del calendario académico, cobraba fuerza la controvertida temática de la evaluación, sus dimensiones, posibilidades, los posicionamientos respecto a la tensión entre evaluar y acreditar; la legitimidad de los saberes acreditados en la virtualidad, el examen como dispositivo de vigilancia pedagógico-administrativa y la relevancia de propiciar evaluaciones formativas. La virtualidad contribuyó a aumentar esas tensiones con la polémica por la posibilidad de dejar fuera a quienes no contaran con dispositivos aceptables para ser examinados; o bien, por la implementación de sistemas de proctoring para garantizar la integralidad de la situación de examen (por ejemplo, el uso de Respondus en algunas unidades académicas).
En el caso de la Facultad de Ciencias de la Comunicación, la experiencia se desarrolló en torno a la elaboración de un protocolo general que sirviera como encuadre común para la actuación y, en especial, con la implementación de un meticuloso procedimiento de capacitación en cascada, en el que tuvo participación activa la planta no docente de la institución, que logró una fluida interacción con los docentes para el desarrollo de cada mesa evaluadora. Otra vez, un sólido entramado colectivo era lo que hacía posible implementar un dispositivo eficiente para garantizar la toma de exámenes a los estudiantes, en un escenario de enorme complejidad.
Finalmente, la cuarta fase se acerca a la aceptación y al reaprendizaje. Aún no se avizora en el horizonte una fecha cierta para el retorno a clases presenciales, y todavía debemos bregar por la contención y bienestar socio-emocional de nuestra comunidad educativa, evitando que se amplíen las brechas educativas existentes. Pero se abre la posibilidad para la sistematización de lo hasta aquí realizado desde la gestión institucional, la práctica docente virtual y los aspectos metacognitivos de los procesos de aprendizaje. También sería deseable articular esas conclusiones para trazar lineamientos de acción con miras al corto, mediano y largo plazo, priorizando los objetivos de aprendizaje esenciales, centrados en la formación integral y habilidades clave del universo de estudiantes. Asimismo, focalizar acciones para el perfeccionamiento y actualización de las competencias digitales de los docentes y, por último, la mejora de la infraestructura que integra a nuestros entornos virtuales de aprendizaje, con el propósito de volverlos más flexibles, resilientes e inclusivos.
(1) La Resolución 2641/2017 del Ministerio de Educación y Deportes define a la Educación a Distancia como la opción pedagógica y didáctica donde la relación docente-alumno se encuentra separada en el tiempo y/o en el espacio, durante todo o gran parte del proceso educativo, en el marco de una estrategia pedagógica integral que utiliza soportes materiales y recursos tecnológicos, tecnologías de la información y la comunicación, diseñados especialmente para que los/as alumnos/as alcancen los objetivos de la propuesta educativa.
* Directora de Carreras Cortas del Área de Educación a Distancia de la FCC-UNC.
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