Por Nidia Abatedaga *
La inédita experiencia de gestionar la contingencia al ritmo de los acontecimientos impone contradicciones entre la oportunidad de innovar y expandir saberes y el riesgo de acrecentar la inequidad y el control social. Para resolverlas, deben prevalecer lo humano y lo colectivo.
Cada día nos sorprende la inusitada realidad que vivimos y la extraordinaria capacidad de adaptación y resiliencia que las sociedades desarrollan, de cara a ir adecuando modos de vida a la situación mundial de pandemia. La educación no escapa a esta realidad y también enfrenta a diario escenarios de excepción, respecto de los cuales se debe ir tomando decisiones.
Los especialistas en planificación concuerdan en afirmar que las personas compartimos la vocación por dominar el futuro. Por lo tanto, permanentemente hacemos prognosis a través de planes y programas, con el propósito de direccionar el horizonte en función de nuestros intereses y necesidades.
Las políticas educativas diseñadas para este 2020 han visto profundamente alterados los objetivos propuestos y enfrentan la desafiante tarea de planificar la contingencia al ritmo de acontecimientos que, como impulsos azarosos, cambian permanentemente las condiciones de su logro. Es decir, no estamos dejando de planificar, sino que ahora lo hacemos redireccionando a gran velocidad nuestras acciones.
Cuando a principios del año académico se suspendieron las actividades sociales, económicas, culturales y educativas durante quince días, el freno pareció aquietar la rotación del planeta. En el ámbito de la Facultad de Ciencias de la Comunicación, el sosiego no se manifestó, en un primer momento, en la línea de modificar los planes y programas educativos diseñados, ni las convicciones acerca de la continuidad de prácticas habituales del proceso de enseñanza–aprendizaje. Durante los primeros meses de las medidas de aislamiento, continuábamos pensando en el mismo registro, sostenido por la inercia y persuadidos de que podríamos aplicar lo planificado de antemano, bajo la idea generalizada que se trataría sólo de una postergación temporal del mismo proceso.
El panorama fue cambiando a medida que se prolongaban las medidas de prevención de contagios y así nos encontramos promediando el año con un horizonte que vislumbra la continuidad de la educación en contexto de aislamiento / distanciamiento por tiempo indefinido. Desde hace un tiempo, empezamos a resignar nuestra soberbia de creer que teníamos asegurados los pasos futuros y en cambio incorporamos modos de hacer educativos diferentes: más inquietos e innovadores, y a la vez disruptivos y desafiantes.
Los giros de timón que damos a nuestros barcos, navegantes de un mar turbulento, inyectaron dinámicas complejas al proceso educativo. Se incorporaron prácticas y tecnologías que simulan los procesos de intercambio en aulas y pasillos, característicos de nuestra educación presencial, a la vez que debimos rediseñar la distribución del tiempo en nuestros hogares / oficinas / aulas para vivir y trabajar; y sobre todo, aprender a convivir con la diversidad de sentimientos y sensaciones encontradas sobre nuestra realidad laboral, que nos desafía constantemente.
Este tiempo deja en evidencia algunos aspectos que llaman a la reflexión. Uno de ellos se focaliza en la energía que reclama la readecuación de nuestros planes, ya se trate del programa de una materia, el proyecto de investigación o la implementación de políticas institucionales amplias. Y en todos los casos debemos realizar evaluaciones y re evaluaciones permanentes de nuestras prácticas educativas, para ir renovando creativamente estrategias que promuevan espacios de interacción cuidados con otros.
Además, el hecho de que toda la comunidad educativa se viera compelida a utilizar tecnología de información y comunicación, mostró grandes contradicciones. Mientras los soportes tecnológicos tienden puentes que desafían la renovación de saberes, facilitan innovaciones pedagógicas y habilitan la expansión de contenidos, por otro lado se evidenciaron las profundas inequidades sociales, económicas y tecnológicas que habitan nuestra población e inciden en los modos de aprender y enseñar. A la vez, mostraron el frondoso sistema de control social sobre el tiempo de trabajo y ocio, así como también sobre la intimidad de las personas, expuesta a ser fácilmente vulnerada.
En el ámbito institucional de nuestra Facultad de Ciencias de la Comunicación este tiempo nos lega valiosos aprendizajes: seguimos planificando en educación, aunque aprendimos a diseñar planes de contingencia pensando estrategias con opciones que prevén cambios intempestivos en la realidad. También comprendimos el valor de organizamos en grupos ad hoc, bajo la forma de órgano de deliberación colectiva, que permiten tomar decisiones consensuadas y con la tranquilidad de haber incorporado el valor de involucrar a todos aquellos miembros de la comunidad educativa que pudiesen participar opinando y acompañando el proceso de adecuación de política educativa.
Asimismo, aprendimos a reconocer que la necesidad de conciliar el proceso educativo a las situaciones contingentes no supone hacer prevalecer el imperativo tecnológico por sobre las personas, sino a la inversa: es necesario abrir horizontes de posibilidad que incluyan a todas y todos para lograr una apropiación tecnológica situada en cada realidad. Además, comprendimos que aunque la mediación tecnológica se impuso por la fuerza de circunstancias externas, el hecho educativo más que nunca es un hacer humano, porque antes que nada son relaciones sociales, entre personas y no entre ellas y los soportes técnicos.
En síntesis, resulta valioso rescatar el hecho de que las políticas educativas en tiempos de crisis deben contemplar los recursos institucionales próximos existentes, considerando que aunque los aspectos materiales y financieros son importantes, resulta palmaria la necesidad de contemplar las condiciones humanas, familiares y personales, para pensar en la adecuación de modos de enseñar y aprender en crisis.
* Doctora en Comunicación (UNLP). Secretaria Académica y docente de la FCC-UNC.