Por Enrique Bambozzi *
La pandemia impone el desafío de repensar la educación en relación a categorías como incertidumbre, normalidad, presencia, virtualidad… y al mismo tiempo sostener la perspectiva de derechos, desde una idea de educación como “provocación” formadora (y transformadora) de la sociedad.
La virtualización de la educación en perspectiva pedagógica con enunciación latinoamericana nos inscribe en un escenario de desigualdades materiales y simbólicas que se traducen no solo en los ámbitos de escolarización formales sino también en los formatos socioeducativos que, pensados originalmente para sujetos con derechos vulnerados, también han colapsado en su configuración inclusiva y territorial.
En este marco, la categoría “incertidumbre” aparece casi de forma contradictoria para ordenar, dar sentido, a esta nueva ¿normalidad?, que está siendo y que vino para quedarse, no en términos de aislamiento social preventivo y obligatorio (ASPO) sino en formas nuevas de habitar los espacios educativos.
En este sentido, virtualizar la educación aparece como un pretexto para reflexionar en sentido pedagógico transformador acerca de los posibles desafíos para que la intencionalidad formativa (categoría central del pensamiento pedagógico universal) posibilite que lo humano acontezca. Podemos señalar desafíos porque justamente la categoría “incertidumbre” no es sinónimo de vacío, sino, por el contrario, un estado existencial productor de sentidos y, por lo tanto, de itinerarios, respuestas, nuevas preguntas.
Entiendo que el desafío socioestructural mayor es dejar de concebir la virtualidad como una alternativa pedagógica entre otras (lo que significaría posicionamientos más vinculados a aproximaciones tecnócratas), para enunciarla, por el contrario, desde la centralidad de una emergencia social que ha provocado una ruptura con lo que estaba siendo para convertirla en la traducción pedagógico-política única de accesibilidad al derecho humano básico de la educación. En este sentido, la virtualidad altera las formas socioeducativas de comprender lo real, inscribe disputas no solo nuevas sino necesarias que no aparecen como opción sino como necesidad.
En esa perspectiva crítica transformadora de lo real, lo pedagógico no pierde su sentido originario que gira en torno a la pregunta por cómo acontecer encuentros humanos contextualizados en tiempos y espacios habitados por sujetos no a la espera sino con el derecho de que la herencia y el legado cultural sean transmitidos, puestos a disposición y a la crítica para que aquella intencionalidad formativa logre la mayor de las provocaciones: pensar que futuros más justos son posibles de construir y no ratificar destinos prefijados. Así, hoy la virtualidad aparece como necesaria para que niñas, niños, adolescentes, jóvenes, adultos mayores accedan al derecho educativo que les corresponde y las sociedades con sus agencias estatales tengamos la obligación de garantizarlo.
Virtualidad que, desde este lugar de enunciación, también se traduce en el desafío de pensar los nuevos escenarios virtuales educativos laborales integrados al mundo de la vida. Las fotos que se han naturalizado y que muestran los distintos modos de convertir espacios hogareños (rincones de la cocina, del living), la organización de los tiempos y los espacios en los ambientes más vulnerados, los turnos entre hermanos, hermanas y padres y madres en el uso de un solo dispositivo móvil para acceder a las clases nos han permitido aproximarnos, conocer un poco más del mundo de la vida de nuestros estudiantes.
Entendemos que otro desafío es la recuperación de la significación del acto educativo como un proceso mediado por conocimientos, lo que configura de manera identitaria a los sujetos intervinientes como agentes intelectuales, agentes que trabajan con y no sobre el conocimiento, condición sustantiva de un pensamiento crítico. En este sentido, la condición de actor intelectual se traduce en la recuperación de los aprendizajes que en estas épocas particulares de pandemia y virtualización adquieren nuevas problematizaciones: responder a la pregunta qué hemos y qué estamos aprendiendo en esta época nos inscribe en este estado productor de sentidos propio de la incertidumbre porque estos aprendizajes nos permiten diseñar itinerarios para intervenir de forma cada vez más pertinente, aunque siempre aproximativa o experimental, las nuevas realidades que se nos imponen a la comunidad docente, estudiantes, familias, instituciones, decisores políticos.
Así las cosas, entendemos que otro de los desafíos de la trama socioeducativa actual es reconocer el sostenimiento del vínculo pedagógico como una obligación ético-política, lo que en términos actuales se ha explicitado como la continuidad pedagógica. En este punto, las pedagogías críticas latinoamericanas son maestras –en el sentido inspirador del término– en la enseñanza de que todo vínculo pedagógico es la traducción (o debería serlo) de una intencionalidad formativa y humanizadora que no es natural sino que se construye en el contexto sociohistórico particular y que es el resultado de una provocación, sí de una provocación, de un acto deliberado que sale al encuentro de los otros, que genera las condiciones para que un espacio sea habitado con otros.
Así, aparece la alteridad como dimensión constitutiva de la virtualidad, es decir, la imposibilidad de que el acto educativo acontezca sin alojar, hospedar, recibir, invitar a los otros. En esta época de aislamiento social preventivo y obligatorio en la que la virtualidad llevó las palabras a las pantallas, los estudiantes –y también las familias, y especialmente las que están atravesando situaciones económicas de extrema necesidad– recuperan, rescatan, agradecen en primer lugar a los docentes que están presentes, a quienes consideran que “se preocupan” (“se calientan”, diríamos en un lenguaje comunicacional más coloquial) por estar presente, por estar.
Las investigaciones exploratorias (encuestas, cuestionarios, y demás instrumentos) que se han utilizado en este tiempo para conocer el estado de situación de los estudiantes y sus familias dan por resultado que estos no valoran en primer lugar el carácter innovador de una clase, los recursos utilizados, las distintas estrategias didácticas y motivacionales utilizadas (por cierto, todas dimensiones valiosas) sino la actitud docente por estar presente, por no abandonar a los estudiantes, por demostrar de forma explícita esta intencionalidad de construir un espacio para habitar, es decir, por salir a buscarlos. No aparece en primer lugar si el docente utilizó Power Point, Prezi, podcasts, videos, etc. (insistimos: todos importantes en el proceso de apropiación crítica del conocimiento puesto a disposición a los fines de la enseñanza y el aprendizaje), sino si el docente estuvo ahí, presente, alojando, haciendo tiempo y espacio. En definitiva, la alteridad como deber y desafío.
Entendemos que otro desafío que impone la virtualidad como emergente de un contexto social particular es que en esta nueva normalidad que va siendo (después volveremos a este concepto) tendremos que aprender a vivir con protocolos, es decir, con dispositivos de regulación social que además de ejercer una eficacia regulatoria sobre nuestras conductas serán provisorios, cambiantes. La presencialidad que habitábamos antes del ASPO estaba, en ciertos aspectos, naturalizada (estábamos habituados a ella), la transitábamos con conocimiento internalizado del escenario (lo que no significa ajena de protocolos), es decir, nos manejábamos en una cierta zona de comodidad que ahora hay que volver a aprender. Podríamos decir que el territorio que recorríamos cambió y, por lo tanto, vamos a necesitar nuevos mapas, nuevos conocimientos cartográficos para poder transitar estos nuevos territorios socioeducativos. La virtualidad nos pone ante el desafío de contar con nuevos aprendizajes, más sociales que técnicos (para no incurrir en un posicionamiento tecnocrático) porque en la pantalla aparecerá un rostro que también cambió, que también está teniendo que aprender al igual que nosotros, a moverse con nuevas cartografías.
Quizás, como pregunta y no como afirmación, entendemos que habrá que desaprender y dejar atrás algunas formas de comportamiento a las que no volveremos. Por mencionar solo una, el conducirse en el mundo de la vida doméstica y profesional con barbijos será –ya lo está siendo– una escena cada vez más “natural” de nuestro registro visual cotidiano que poco a poco no estará asociada, como lo es en la actualidad, a la obligatoriedad de uso sino a la prevención que algunos ciudadanos irán asumiendo como modos de comportamiento individual o colectivo.
En este sentido, ya estamos en la virtualidad intercambiando con estudiantes con estos hábitos y en nuestras aulas presenciales también veremos cada vez de manera más habitual estas prácticas que nos llevan a desafíos pedagógicos de ampliación de las formas de comunicación. En este punto, todo lo relativo a accesibilidad académica exige una revisión no solo de prácticas sino de normativas administrativas y jurídicas que acompañen lo que las Convenciones Internacionales con Estatuto Constitucional han adoptado como modelo social que da cuenta de las barreras institucionales que se construyen y obstaculizan (a veces hasta impiden) a sujetos el acceso al derecho a la educación.
En el contexto macroinstitucional, entendemos que el desafío mayor sigue siendo, lo mismo que en la presencialidad, significar la virtualidad en términos políticos pedagógicos en el marco de un proyecto social de país democrático e inclusivo en perspectiva de género y derechos humanos. Esta enunciación la realizamos desde Latinoamérica a partir de la concepción de este territorio material y simbólicamente como espacio de disputas de sentidos y, por lo tanto, de prácticas apropiadas por agencias y agentes que desde las enseñanzas de las pedagogías críticas sostienen que el acceso a la educación ni se circunscribe ni se concibe desde las posibilidades individuales o méritos (meritocracia liberal) de determinados grupos sociales que naturalmente las poseen como propiedad natural sino por el contrario por ser sujetos de derecho lo que inscribe el planteo en términos políticos.
La virtualización de la educación en este contexto de emergencia sociosanitaria nos ha mostrado o ha expuesto, tal como se ha dicho desde el inicio de la pandemia, las desigualdades estructurales de nuestras sociedades. Desigualdades estructurales –no necesitábamos una pandemia para saber de su existencia– que son producidas, construidas por efecto de políticas cuya deuda sigue siendo la distribución justa de los bienes y que se deberían traducir en mayores presupuestos. Hemos visto cómo en “la sociedad del conocimiento” muchos, muchísimos estudiantes no tienen conectividad y cómo la vulneración de este derecho (no servicio de internet) genera efectos en su formación. Las políticas de digitalización en educación en los tramos obligatorios del sistema educativo como así también en educación superior ya son parte básica de la configuración del dispositivo que permitirá a sujetos en contextos de vulnerabilidad transitar trayectorias educativas equitativas en sociedades en las que la pobreza aumenta de forma exponencial.
Como cierre, entendemos que merece algunas reflexiones el concepto de “nueva normalidad”. Desde las teorías críticas de la educación, el concepto “normalidad” está asociado a una matriz relacional denominada paradigma pedágogico moderno o pedagogía triunfante que establecía –y aún lo hace– una relación de exterioridad sujeto-conocimiento en la que este último antecedía al sujeto ubicándolo “naturalmente” en el lugar de reproductor o acopiado. De este tipo de relación devienen concepciones del estudiante como alumno o sujeto escolarizado, el saber como posesión adulta (adultocentrismo), pero básicamente la homologación entre educación y escolarización que sienta los fundamentos de la escolarización graduada y especialmente homogénea/uniforme. Una síntesis de aquella normalidad es “no importa ni quién eres ni de dónde vienes, pero sabemos en qué queremos convertirte”. Este mandato normal, en definitiva, era portador de una concepción civilizatoria, binaria, disciplinadora, clasista construida sobre criterios clasificatorios o demarcaciones que ponían de un lado lo normal, lo sano, lo educado y del otro, lo anormal, la locura y la barbarie.
De lo expuesto lo que nos queda es que la idea de normalidad era construida e impuesta como natural y necesaria. Lo anterior nos interroga acerca de por qué volvemos a pensar en la nueva época o pospandemia como “nueva normalidad” es decir, qué opera en este concepto –normalidad– que vuelve a hegemonizar y disputar una posición central con la intención de brindar comprensión a épocas en las que solo contamos con protocolos provisorios.
Este escenario desafía al campo pedagógico a problematizar la categoría normalidad como estructurante en la configuración de los nuevos tiempos o, por lo menos, a interrogarnos acerca de las matrices relacionales que la sostienen o entraman.
En este punto, invitamos a pensar que lo nuevo que está emergiendo –en el que la virtualidad educativa es un emergente constitutivo de época, ya no más como “estrategia pedagógica”, sino como condición de posibilidad de acceso al derecho básico de la educación en los niveles educativos obligatorios y en la educación superior como posibilitadora de terminalidad o graduación– en esta nueva época ¿normal?, tiene por delante el mayor de los desafíos pedagógicos: pensar los procesos socioeducativos en términos políticos en el marco de sociedades democráticas, plurales, inclusivas, en perspectiva de género, en los que la educación y la comunicación sean derechos humanos básicos.
Desde nuestra querida y sentida Facultad de Comunicación Social de la Universidad Nacional de Córdoba disputamos colectivamente y día a día sentidos humanizadores que quiten, desde la virtualidad y con compromiso ético político, territorio a la exclusión.
Nos anima la esperanza freireana. Falta mucho por hacer pero estamos en camino.
* Doctor en Ciencias de la Educación y posdoctorado en Ciencias Sociales. Profesor regular investigador de la FCC-UNC.
Imagen principal: Unesco