Por Rodrigo Martín *
Un viaje a la obsesión nacional por el turf y “los burros”, desde la agencia de un pueblo del interior cordobés.
Bordeaux Tennessee y Por Las Tuyas se medían cabeza a cabeza en la recta final. El 13 y el 14 trataban de cruzar el disco a los fustazos, después de correr a una velocidad promedio de 60 kilómetros por hora los 1300 metros del premio Don Letal, la sexta carrera del día en el hipódromo de La Plata. A más de 800 kilómetros, en Córdoba, los hombres sentados en la agencia de Pilar se agarraban la cabeza. “Cómo me vas a cagar así”, chillaba uno de los viejos. Otro sacaba las cuentas de una apuesta que nunca hizo y se lamentaba con el de mesa de al lado.
La agencia es un salón con seis mesas, dos televisores, una veintena de apostadores y una caja registradora que se abre cada media hora para recibir dinero, pero casi nunca para devolverlo. Lejos del hipódromo, las carreras se viven con una emoción parecida pero distinta: al principio parece que los apostadores saben de caballos, de hipismo, de turf, como exiguos conocedores del deporte de los reyes que se animan a gastar unos pesos apostando en aquellas bestias.
Aunque esto, en parte, tiene algo de cierto, basta pasar unos minutos para darse cuenta que poco importan en aquél lugar los caballos y los reyes. Estos pobres desgraciados pondrían dinero en el número más lindo de la ruleta y hasta gastarían la ganancia de sus horas extra confiando al guerrero más asesino en el coliseo romano. Apostarían a cualquier mamífero que pudiera correr en línea recta a una velocidad considerable. Con algo de visión y una modesta inversión, cualquier negocio que involucre la apuesta podría tener éxito. Si se organizaran legítimas carreras de conejos, estos hombres pondrían allí su dinero, sin dudarlo. Se podría iniciar un mercado de conejos pura sangre, inyectarles unas nutridas dosis de niketamina, cafeína o cocaína y obligarlos a correr hasta que sus narices sangren a borbotones, hasta que caigan rendidos en la pista y se desnuquen antes de cruzar el disco. La competencia rápidamente ganaría adeptos y seguramente cientos de jugadores estarían dispuestos a apostar al animalito más veloz. El turf es uno de los tantos negocios que se sostienen con la personalidad caprichosa, ilusa, de los apostadores.
No todos los jugadores son ludópatas; algunos son levanta apuestas, otros juegan para divertirse y pasar el rato. Toman café, hablan de política, de fútbol, de la edad, del clima, de trabajo, de caballos y de dinero, por supuesto. También están los otros, los que llevan los ojos inyectados, adrenalínicos, los que hacen su jugada de memoria. Los que eventualmente extienden sus manos sudorosas para recuperar algo de dinero, y lo vuelven a perder por un caballo que no tenía que estar en el podio. Entonces murmuran un tímido “la puta que te parió”. Y otra vez apuestan. Se acercan a la caja, apoyan los codos sobre el mostrador y mirando un punto fijo, con los ojos saltones de un pequinés lambiscón, le dictan la apuesta a la cajera. Y así hasta que se terminan las carreras del día.
La agencia cierra únicamente cuando hay elecciones, cuando se festeja navidad y cuando comienza un nuevo año. Hay burreros que vienen a jugar día tras día, toda la semana, a dejar, en ocasiones, cuantiosas sumas de dinero en un negocio millonario. Sólo para dar algunos números: la revista Palermo, especializada en Turf, escribe entre sus líneas que el domingo 28 de abril el Hipódromo de La Plata logró “una magra recaudación de apenas $9.304.744”, mientras que en el Hipódromo de San Isidro “quedó expuesta la floja performance del Viernes Santo cuando se recaudaron 15.068.208” en referencia a los 14 millones logrados en otro día laboral (la idea de los conejos a este punto no parece para nada desdeñable). De todas maneras hay que tener claro que el turf no es sólo un juego de azar. Existe un circuito que da trabajo a muchísima gente, desde los cuidadores hasta entrenadores, pasando por el jockey y sus erráticas ganancias, hasta los veterinarios y los comerciantes de animales. Por lo que, si bien es un negocio millonario, no hay que perder de vista que muchas familias dependen de la industria.
Cuando la gobernadora de Buenos Aires, María Eugenia Vidal, redujo el subsidio y anunció la quita del aporte que el Estado brinda a la industria del turf, el sector hípico entró en alerta y encomendó a la consultora Orlando Ferreres y Asociados el estudio de los números del turf, que entre sus 139 páginas no escribirá nunca la palabra “ludopatía”. Según las conclusiones del informe, las carreras de caballos generan más de ochenta mil puestos de trabajo, es una industria fatalmente deficitaria y se sostiene mayoritariamente con apuestas y subvenciones del Estado, que son casi lo mismo. El aporte del Gobierno de la provincia de Buenos Aires sobre el que avanzó la gobernadora Vidal (aunque actualmente el proyecto para la quita total de este fondo de reparación está estancado) fue de mil millones de pesos anuales en 2017 y hubiera ascendido a mil trescientos millones en 2018 si la gobernadora no hubiera recortado los trescientos millones que recortó. Lo que el ejecutivo provincial hizo fue bajar de doce a nueve puntos porcentuales la transferencia mínima que el FO.PRO.JUE destina a la actividad.
Los premios son quizás el estímulo y la parte más importante del circuito de trabajo en los hipódromos. Sólo los primeros seis caballos en la lista de los más ganadores por premios suman un total de más de catorce millones de pesos, ganados de enero a julio del año pasado. Queda claro quienes respresentan el sostén más importante de la industria.
Haceme una imperfecta al 7 y al 14, le dije a Fer, la cajera. Le pregunté si estaba bien y si la apuesta le parecía correcta, sólo para disimular mi ansiedad y un impulso incontrolable, difícil de ignorar: apostar y saber lo horrible y lo hermoso de jugar a algún caballo ganador. Las apuestas no pueden ser solamente billetes, se esconde un sentimiento de placer y de ilusión imposible de negar. Si sólo se tratara de apostar para ganar dinero, nadie apostaría.
El entusiasmo puede ser fatal, si no está bien dirigido. Apostar en estas carreras es de verdad atrapante, enceguecedor. La variedad de apuestas posibles y la suerte de algunos puede hacerte pensar en sumas extraordinarias, ganadas con el mínimo de esfuerzo. Perfecta, exacta, imperfecta, trifecta, cuatrifecta, al segundo, al tercero. Son más de 10 los tipos de apuestas y combinaciones que pueden hacerse jugando con un mínimo de dos pesos, incluso combinando dos o más carreras. Se pueden jugar diez y ganar mil, y de la misma manera jugar mil y perderlo todo, como sucede a menudo.
La carrera largó y aunque no tenía ni la más mínima idea cuál era el caballo al que había apostado, en algún punto me ilusioné con la posibilidad de multiplicar con creces mi inversión. Sentí correr la adrenalina, así como corría hace unos meses el clenbuterol y la orfenadrina por la sangre de Valentino Blue, cuyo entrenador fue suspendido por siete años. Colorido espectáculo. El relator que va apurando los comentarios a medida que la carrera avanza. Los caballos, verdaderas bestias nacidas para el vértigo, parecen ir levitando, por momentos con las cuatro patas en el aire. Y es que a cualquiera que le guste y sepa montar o haya visto correr a un caballo, no necesariamente de competencia, conoce la fuerza y la fiereza incontenible de tan noble animal. El bufido furioso, el estampido seco de los vasos y las herraduras contra la tierra, el rebote de las patas. Media tonelada de puro músculo y potencia, sangre ganadora corriendo a velocidades extraordinarias con una persona de poco más de 50 kilos sobre su lomo pegándole con un látigo de cuero corto, para exigirle todavía más velocidad. Agregar a este combo cocaína, cafeína o cualquier tipo de droga lo convierte en algo demencial, con resultados que pueden ser fatales.
Pero todo eso no tiene importancia a más de 800 kilómetros del hipódromo. Dudo seriamente si la mayoría de los apostadores aquí presentes conocen un hipódromo. Las carreras duran poco más de un minuto y generalmente se definen en cuestión de segundos, por lo que las expectativas se mantienen casi siempre hasta el final. Metros antes de que las bestias lleguen al disco, los apostadores reniegan, se agarran la nuca, zapatean y realizan toda una serie de gestos y muecas realmente conmovedoras, que se resuelven en la repetición en cámara lenta, cuadro por cuadro, del final de la competencia. La carrera termina y hay quejidos, chistes malos, manos al bolsillo y el clink de la caja registradora, otra vez. La próxima carrera arranca en media hora.
Foto principal: Theluxonomix
* Estudiante de cuarto año de la Licenciatura en Comunicación Social, orientación en Comunicación Gráfica, de la FCC-UNC. Texto producido para la cátedra de Redacción Periodística II – Periodismo de Opinión y Crónica.