Por Rodrigo Savoretti *

Este domingo 28 de octubre, el pueblo de Brasil irá al cuarto oscuro para arrojarse al abismo neofascista o comenzar a desandar el camino de una crisis política generada por las élites conservadoras y las corporaciones judicial y mediática. A esta altura, la escasa esperanza de la segunda opción depende de asumir que lo peor no está por venir, porque ya está ocurriendo.

 

Las elecciones presidenciales del domingo 7 de octubre en Brasil arrojaron datos estremecedores: la ultra derecha, representada por Jair Bolsonaro, obtuvo cincuenta millones de votos. Sí, muchos más que los obtenidos por sus cuatro opositores juntos. Incluido Fernando Hadad, representante del Partido de los Trabajadores (PT), quien accedió a la segunda vuelta gracias al voto de 30 millones de brasileres. Bolsonaro se convirtió así en el candidato presidencial más votado de toda la historia brasileña. Y cabe recalcar que, en el país vecino, ningún candidato -en toda la historia- dio vuelta un resultado en la instancia de balotaje.

Lo que le sucede a un país inevitablemente tendrá consecuencias para sus vecinos. Esa es la ley primera de la globalización. Y siempre serán consecuencias. O por lo menos, para los continentes y/o países que -aún ricos en recursos naturales- se ubican en el “tercer mundo”. Especialmente cuando quien sufre las penurias de un capitalismo cada vez más cínico es la piedra angular de la región. Entonces, cabe preguntarse desde un comienzo: ¿Cuánto afectaría a la democracia brasileña, y al contexto latinoamericano, el triunfo en las urnas de un declarado anti demócrata como Jair Bolsonaro?

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Las respuestas son tan aterradoras como los nueve asesinatos por día que la policía brasileña lleva a cabo con total impunidad en territorio brasileño, según el Foro Nacional de Seguridad Pública, coronándose como la policía más asesina del mundo. Más aterradoras aún son las cifras del Ministerio de Seguridad de Brasil, sobre un sistema penitenciario brasileño masificado, con más de un sesenta y cuatro por ciento de reclusos con descendencia afroamericana.

Desde 2016, Brasil sufre una crisis política planificada, impulsada y puesta en práctica por las élites conservadoras y religiosas del país, junto con el gran empresariado y –obviamente– los altos mandos norteamericanos. Esa coalición de factores de poder logró proscribir y encarcelar –con el apoyo de los medios de comunicación y principalmente de la Corte Suprema– sin pruebas fehacientes ni un proceso legítimo, a Lula Da Silva, quien seis meses atrás tenía una intención de voto por arriba del sesenta por ciento. Por aquel entonces, Bolsonaro no llegaba al cinco por ciento.

La democracia brasileña por un lado encarcela y proscribe al candidato más popular sin ningún motivo, y por otro, admite a un candidato con más de treinta pedidos de casación y tres condenas judiciales por su autoritarismo, racismo y machismo. Por si eso fuera poco, hace unos días atrás aseguró frente a sus seguidores que “los rojos serán borrados del país en una limpieza jamás vista”. Además, sentenció a Haddad como futuro compañero de celda de Lula.

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Pese a que más de doscientas mil personas (principalmente mujeres) salieran a manifestarse en su contra bajo la consigna feminista “Ele nao” en más de 80 ciudades brasileñas, la segunda vuelta parece llevar a Bolsonaro directo al Poder Ejecutivo. En ese caso, Brasil tendrá a un presidente que cuando nombra a la democracia, no puede evitar calificarla como “de mierda”.

Si el pueblo brasileño no reacciona en las elecciones definitivas del próximo domingo 28 de octubre, quien gobierne los próximos cuatro años será la misma persona que en 2003, en plena sesión ordinaria del parlamento brasileño, le dijo a una diputada que no merecía ser violada por él. No sorprende de alguien que afirma que los homosexuales son “enfermos” que merecen ser golpeados, o que las personas de tez morena –según él, una minoría en su país– desaparecerán si no se adaptan a la mayoría ­–para él, la raza blanca–.

En los años 80, cuando el artista Luca Prodan escribió la canción “White Trash”, se refería explícitamente a “basuras blancas” como Jair Bolsonaro. Personas que creen que la “mano dura” logrará el progreso y orden tan deseado por las civilizaciones que ­–aún en pleno siglo XXI– mantienen sus mentes patriarcales, despolitizadas y (neo) colonizadas. Sociedades impulsadas por el capital a someterse a mercados laborales penosos y a una injusta distribución de la riqueza.

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Lo peor no está por venir, porque lo peor está pasando. En Brasil, la policía arremete cada vez más contra las organizaciones sociales, a modo de criminalizar la lucha. El colectivo LGBT sufrió solo entre el 1º de enero de 2017 al 20 de septiembre del mismo año, 277 muertes a manos de personas que quieren mantener la heteronormatividad a rajatabla. Con el actual gobierno de Michel Temer, se han militarizado todas las favelas con el supuesto fin de frenar al narcotráfico. Lo único que lograron es que la muerte, el miedo y el odio caminen de verde militar por todo Brasil. Son las mismas fuerzas de seguridad que, según Bolsonaro, “tendrán retaguardia jurídica para aplicar la ley en el lomo de los militantes del PT”. Léase, impunidad total para el militar o policía que asesine a quien el Estado considere como su enemigo.

La represión es la aliada más fiel y el método preferido de Bolsonaro. Como para todo poderoso de derecha, su represión es selectiva, contra las minorías sexuales, étnicas y religiosas. Además, cuenta con militares conservadores que ocuparán bancas en el Congreso y no dudarán en votar sus reformas. Lo que sucede en Brasil no sorprende. El mundo está experimentando una nueva oleada de derecha que paradójicamente es avalada en las urnas. América sufre un proceso de militarización norteamericana desde la Patagonia hasta México. Estados Unidos y sus aliados estratégicos quieren imponer un nuevo modelo civilizatorio, y lo harán a costa de sangre y sudor latino.

El neoliberalismo y el neofascismo están de fiesta. Quedará en quienes creemos que otro mundo es posible, arruinarles la torta y transformarnos en su peor resaca.

 

* Estudiante de cuarto año de la Licenciatura en Comunicación Social (FCC-UNC). Texto escrito para la cátedra Redacción Periodística II (Periodismo de Opinión) de la orientación en Comunicación Gráfica.