Por Julieta Paoloni
No pasó demasiado tiempo hasta que te vi. Jugabas con unas maderitas amarillas que te regalé hace un tiempo y me hacías acordar a cuando yo construía castillos en la arena y estaba convencida de que eran castillos. Te miré por un largo rato porque no me hacía falta otra cosa. De vez en cuando agarrabas una maderita e intentabas colocarla arriba de otra como queriendo armar algo a pesar de tu inocente torpeza. No lo lograbas, no podías encastrar las piezas y te enojabas, empezabas a sollozar hasta que encontrabas que otra maderita brillaba de un modo distinto y esa sola centella te bastaba para sonreír y admirarlo durante largos minutos. Entonces te detenías en esa maderita y le buscabas el brillo que se escapaba mientras lo buscabas, y lo buscabas y se escapaba, y se escapaba y te reías.
Entonces yo tímidamente me reía también y me daba un poco de vergüenza y un poco de placer. Vos te diste cuenta en el mismo instante y me descubriste sonriendo; entonces me miraste como acusándome y con un coraje que parecía de la enormidad más simple, me señalaste con los ojos por unos cuantos minutos. Ellos no tenían objetivo alguno, ni metas, no cargaban con metáforas, era una mirada de una simpleza absoluta e insoslayable. Al principio me intimidaba esa arbitraria dirección de tus ojos y su inminente encuentro con los míos, pero enseguida algo se ablandó, algo adentro mío se comportaba como una masa de sal de colores de aquellas que me inundaban las manos en la infancia. Me las miraba y sin querer hacía algunas muecas como de cocinera, algo así como amasando, casi empiezo a hablar como si estuviera en un programa de cocina y fuera famosa y todos estuvieran mirando atónitos mi magnífica receta de masa de sal y barro. Me volví a reír ante mis descabellados pensamientos y fue hermoso cuando me copiaste. Yo largué una carcajada pequeña pero vos te reíste bien fuerte como si salieras de adentro mío, como si fueras naturalmente todo aquello a lo que yo no me atrevía. Se me llenaron los ojos de lágrimas y te sonreí auténticamente, a lo que vos, con una sutil indiferencia, te volviste hacia las maderitas amarillas y se te ocurría nuevamente la idea de juntar dos de ellas y ponerlas una encima de la otra.
Alguien prendió la radio y una voz monótona comenzaba a hablar de temas que al principio no intentaba descifrar. Vos no escuchabas. Yo me vi obligada a entender algunas palabras. Bombardeos a Siria, algo de Estados Unidos, gente que mataba gente por razones muy diplomáticas y muy fundamentadas; una voz que lo contaba de un modo inexpresivo. Hubiera preferido escucharme jugando al “pan, queso, pan” pero escuchaba a esa persona y a los infortunios del mundo en su pequeña boca. Vos estabas ahí, inmutable y feliz. Te miré con tristeza. Vos me causabas una inmensa felicidad pero cuando me salía de tus ojos me acordaba que afuera había un mundo que no me inundaba de cosas bonitas. Me sentí mal por vos, me sentí mal por mí. Te imaginé adolescente, rebelde y no tan inocente, intentando oponerte fervientemente a todo; te imaginé adulta; te imaginé muriendo. El hombre terminó de hablar y empezó a sonar “Somewhere over the rainbow”.
El arcoíris eras vos, pequeña belleza, vos querido lucero, hermoso proyecto de la divinidad
La música me llevó de nuevo a tus ojos que me miraban en una completa lejanía y esa aparente ausencia era un hermoso tesoro. Quería arrancarte y llevarte más allá de todos los arcoíris, donde los sueños se hacen realidad y podes pedirle deseos a la luz que deja una estrella. No podía darte el mundo que merecías pero sí podía, al menos, contarte un cuento. Te agarré en brazos y te llevé lejos de la radio. La canción terminaba…“what a wonderful world”.
Te recosté en tu cuna y vos cerraste los ojos con timidez porque no querías perderte de nada y yo moría por decirte que hay algunas cosas de las que es mejor perderse. Elegí un cuento con muchos animales y mundos maravillosos. En el relato había una niña que pedía un deseo y se le cumplía. Te dormiste, pero antes sonreíste y la sonrisa se te quedó impregnada.
Yo también quería dormir. Antes de hacerlo lloré un rato sin saber por qué. Luego me recosté, y me dí cuenta que una parte de mí necesitaba que me cuenten un cuento, así como yo lo hago siempre con vos. Casi en un susurro me relaté una historia: ambas teníamos un año y nos mirábamos fijo, no le pedíamos un deseo a la luz que quedaba de una estrella, simplemente mirábamos una centella que parecía bonita y se nos escapaba y la buscábamos y la buscábamos y se nos escapaba y se nos escapaba y nos reíamos…