En Villa El Nailon conviven las necesidades con las promesas estatales. La construcción de casas como respuesta a la emergencia habitacional excluye el mayor problema: la violencia.
Por Cecilia Fernández Devoto, estudiante FCC.
Karen González mete a su nene de dos años abajo de la cama cada vez que vuelan tiros por los pasillos de la villa. Lo hace seguido y se enteró hace poco que está embarazada otra vez.
Ella cree en la promesa renovada de que les darán casas construidas en otro lugar.
La última vez que el barrio se inundó, a comienzos de este año, tuvo que tirar mucha ropa de su bebé y las patas de la cuna se pudrieron. El agua quedó marcada en los pocos muebles de su hogar de dos habitaciones. En una, apenas cabe la cama de dos plazas, en la otra: una mesa, el horno que se usa como mueble a falta de gas, y dos sillas. No hay baño. En verdad, casi nadie tiene baño. En el barrio, el agua corriente es un recurso que sólo existe en las canillas que están fuera de las casas. Pero Karen es de las afortunadas: la suya es de material y techo firme.
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El Nailon es un asentamiento ubicado en barrio Alta Córdoba y es el segundo más poblado de la ciudad, con 450 familias. Se formó a orillas de dos vías ferroviarias, donde juegan los niños y niñas mientras no pasa el tren. Como en muchas villas de emergencia de la Capital –que ya son más de 130-, la contaminación, la marginalidad, la violencia y las pésimas condiciones de vida son problemas que se cristalizan.
La escasez de inserción y recursos, la ausencia del Estado y su contención son parte del problema de fondo. A la villa más que las vías lo que la atraviesa es la falta.
La Secretaría de Desarrollo Social de la Municipalidad pretende mudar distintos asentamientos de la ciudad en el marco del Programa Federal de Construcción de Viviendas Techo Digno.
Lo que trascendió es que el plan contempla relocalizar sólo las casas pegadas a las vías y mejorar las condiciones de las restantes. Los vecinos se enteraron mediante los noticieros.
Ningún organismo oficial fue al barrio aún a confirmarles.
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La mayoría de los perros de la villa tienen poco o nada de pelo. Carla era una boxer con sarna que murió hace pocos días, a quien los chicos de La Casita bañaban con shampoo especial. La Casita es una cabaña de madera construida por la ONG Techo antes de que abandonara el barrio debido a un enfrentamiento entre narcos y policías. Ahí funciona la Organización Popular El Nylon (www.elnylon.org) que lleva adelante tareas para resolver problemáticas sociales. Sus voluntarios median en los conflictos entre vecinos y desarrollan un programa de alfabetización. También organizan actividades creativas para niñas y niños, estimulándolos en sus derechos de infancia con el fin de combatir su situación de vulnerabilidad. Un espacio necesario, un parche para el profundo hueco que el Estado sigue sin tapar.
Una nena se esconde entre las piernas de su mamá cuando ve acercarse un patrullero. El auto bordea las calles del barrio sin entrar, siempre a alta velocidad.
Según el censo realizado en el mes de septiembre de este año por la Organización Popular El Nylon y para el cual colaboraron otras organizaciones como la Campaña Nacional Contra la Violencia Institucional, un 55% de los vecinos dice haber padecido allanamientos policiales de sus casas sin orden judicial, y un 29% detención arbitraria.
La policía lejos de proteger, se transformó en enemiga. No acostumbra entrar al barrio, pero cuando lo hace, los vecinos y los uniformados se miden la fiereza, que en verdad es miedo. Unos muestran los dientes, otros las armas.
La emergencia habitacional que sufre el barrio es sólo una parte de una realidad más profunda, compuesta por necesidades excluidas de toda propuesta política.
La violencia, hacia afuera y entre los vecinos, es cotidiana y está enraizada en sus costumbres.
Villa El Nailon, como tantas otras, no tiene la contención necesaria para erradicar toda práctica violenta.
Con violencia, sin empleo ni condiciones dignas, las armas van a estar siempre cargadas y apuntando.
Es sábado a la tarde y Diego Díaz corta el pelo de un chico en el patio.
Con 35 años dice que su vida ya está hecha, pero que le gustaría que sus hijas, una de trece que lo acompaña, y otra de diecisiete embarazada, vivieran en otro lado.
El tiempo en la villa tiene una medida diferente. Los pibes crecen a las apuradas, casi por obligación. Llegar a viejo es un lujo. Hacerlo sano, un imposible.
Un pequeño rectángulo forma la pieza de María Luisa Caporusso. “Tengo todo lo que necesito para vivir”. Ella cocina en un hornito eléctrico. La
mayoría usa un ladrillo con una resistencia conectada directamente a la corriente.
María Luisa tiene 64 años. Todos los días sale a las cinco de la mañana para limpiar la casa de su patrona.
“Yo bendigo a los muchachos que andan metidos en cosas raras y ellos siempre esperan mi bendición. Me cuidan. Sino ¿sabés lo que es cruzar la zona de las vías a esa hora, yo sola?”, dice sentada en su cama de acolchado rojo.
En breve, la sonrisa se le opaca al recordar la muerte de su marido y la decisión de mudarse desde Ciudad de Mis Sueños a una pieza en la villa, construida en el terreno de su hijo. María Luisa abandonó su casa porque los vecinos, cada vez que ella salía a trabajar, le robaban lo poco que ganaba. Añora la época en que vivía con su compañero en una casa propia. “Era tan feliz allá”.
En el Nailon siempre hay ruido. El cuarteto es la cortina musical de los pasillos de tierra y chapas.
Alicia nunca fue amante del cuarteto. “Prefiero escuchar la radio cristiana” cuenta, y es interrumpida por un tiro no muy lejos de donde estamos. “Acá eso es normal –sigue– cosa de todos los días”.
Detrás de su casa, una guitarra de cinco cuerdas es disputada por dos hombres, que después del vino intentan tocar una canción entera de folklore. Cerca de ellos, el aire rebalsa de olor a animal muerto.
Ismael y Carmen comparten su vida hace siete años, momento en que se separaron de sus parejas de entonces y se mudaron juntos al Nailon. Ismael era de Marqués Anexo y Carmen vivía en el centro. La imposibilidad de pagar un alquiler los llevó a construir su casa de material en el terreno de un familiar de ella.
Su casa es como una isla dentro de la villa, y no sólo por encontrarse en el medio. La pulcritud del interior y de los pocos metros de tierra con algunas plantas en maceta y pajaritos enjaulados desentona con el basural, las vías y el canal de agua contaminada que surca el barrio.
Carmen marca lo duro de vivir en la villa, es una más del 89% de los vecinos que darían todo por irse. Según lo expresado en el Censo los principales problemas del lugar son la droga y los delitos.
“Lo que pasa acá es que no podés dejar la casa sola porque te roban. Nos pasó dos veces. Cuando podemos ahorrar un poco, no nos compramos cosas por miedo a que se las lleven. No te dan ganas de progresar” dice mientras mastica un alfajor de maicena que compró en el almacén de la esquina. Allí, un cartel indica que después de cierta hora, todos los productos se venderán cinco pesos más caros. Son los beneficios de tener el único comercio de la villa.
“No hay inserción social para la gente de los barrios populares, y quedan sujetos a la plata que baja la mala política. En el Nailon, sólo uno de cada diez vecinos tiene empleo formal”.
Pablo Risso trabaja en el barrio hace más de cinco años. Estudia Artes Plásticas en la UNC y es un referente de la villa, un trabajador incansable en la tarea de disminuir los conflictos y mejorar la situación de quienes viven ahí.
Percibe un germen revolucionario en el barrio. Cree que una situación límite, como otra inundación, los va a forzar a organizarse políticamente.
Desconfía del proyecto de mejoramiento y traslado de parte de la villa porque está lleno de contradicciones, y opina que la base debería estar fundamentada en el trabajo de psicólogos y trabajadores sociales: “Más allá de que saquen la emergencia habitacional, los conflictos emocionales y los tiros van a seguir estando. Quizás la plata que van a invertir en el parque educativo, puede ir a becas para profesionales que ayuden a sacar adelante a la gente de la villa”.
En agosto el Gobierno nacional y la Municipalidad de Córdoba anunciaron la construcción de un parque educativo en el predio del basural de Barrio Marqués Anexo, pegado al Nailon. Es el espacio donde actualmente cientos de carreros trabajan, y la creación de este parque los dejaría sin una fuente de ingreso. Una alternativa para ellos podría ser una planta de reciclaje que les permita continuar con lo que hacen. Si bien el proyecto del Gobierno municipal es interesante en cuanto a la generación de programas culturales, sociales y deportivos, olvida una parte fundamental: conocer las necesidades de los vecinos, saber qué es lo que realmente quieren.
Un grupo reducido de niños juega al fútbol, ninguno tiene más de siete u ocho años. El sol está radiante y pega fuerte. Patean la pelota que rueda sobre el basural, que es su cancha. Corren entre plásticos, metales tirados y el agua podrida del canal contaminado. El calor ayuda a que el olor se esparza mejor. No son pocos con los pies descalzos.
El 80% de los habitantes vive en el Nailon hace más de diez años. Las historias del barrio recorren una situación genealógica marginada. Se trata de generaciones excluidas de niños, niñas, hombres y mujeres.
Los más pequeños son el tesoro de la villa, y a su vez, los más desprotegidos. Las madres suelen encontrarse solas al frente del hogar; son la figura más valiosa para los niños del Nailon. La situación paterna es muy compleja debido al abandono de los hombres, que en su mayoría terminan presos o muertos.
Pero lo irreversible no se encuentra sólo en la muerte. “¿Cómo puede una persona encauzar su vida si pasó 25 años en la cárcel?”, se pregunta Pablo.
Hace unos días, la muerte del niño que se electrocutó dejó al barrio sumergido en un silencio profundo, y desenmascaró el abandono sistémico que sufren de la forma más cruda.
El barrio es emocional. Tiene un pulso propio que marca los días festivos y los momentos de luto, que sólo conocen sus habitantes. Cuando un fin de semana se juntan varios cumpleaños, o se pasea la bandera gigante de la barra de Instituto antes de cada partido, los pasillos se llenan de colores y música fuerte. Otros días, los parlantes se apagan y todos caminan rápido pero nadie se sienta a charlar. El silencio es el lenguaje común del luto. Más allá de las múltiples fragmentaciones y peleas, villa el Nailon es una comunidad.