Por María Paulinelli *
Un recorrido por dos historias tejidas desde la memoria “que nos hace, que nos hizo, que nos hará siempre…”: Falta Simón, de Roberto Martínez, y Si los narcisos florecen, es revolución, de Analía Iglesias.
Las palabras. Las historias.
Las historias de una vida… de otras vidas.
Las palabras y el vacío. El vacío de la ausencia. Roberto Martínez y Falta Simón.
Las palabras y los recuerdos. Los recuerdos que quedaron. Analía Iglesias y Si los narcisos florecen, es revolución.
¡Hola!
El tiempo se enangosta.
La memoria de otros días me seduce en la nostalgia.
He guardado, desde hace meses, la presencia de ustedes, en estos textos que guardan los recuerdos de otros tiempos. Los guardaba… porque sentía que empezaban las lecturas a tener una larga despedida.
Esa larga despedida que puede interrumpirse cuando quieran y necesiten estar juntos. Eso… siempre.
Llueve afuera.
Es la mañana.
Una inmensa paz parece haber caído sobre el mundo.
Solo el silencio sigue estando.
El silencio y ustedes que se acercan en palabras.
Llueve.
Eso es todo.
Una lluvia, ustedes, los textos, la memoria.
Y entonces, les digo, como otras tantas veces.
Las palabras hacen el mundo.
Nos hacen más humanos.
Nos dan la posibilidad de hablarnos unos a otros.
De decirnos, pensarnos, interpelarnos, mostrar nuestras ideas, sentimientos y experiencias.
Hacer que aún siga posible la esperanza en la capacidad que tenemos los humanos de pensar, analizar, planificar, construir las realidades.
Lograr que podamos mejorar la existencia en el planeta.
Provocar que en la sociedad no haya marginación, ni diferencias, ni acceso restringido a las posibilidades de la vida.
Saber que aún podemos sentirnos junto a otro… junto a otros, porque la soledad se ha ido para siempre.
Todo eso y mucho más, pueden las palabras… por eso las queremos… por eso las tenemos.
Las palabras y el vacío.
Los fragmentos de una ausencia
Leo Falta Simón, de Roberto Martínez.
¿Cómo mostrar el vacío, la ausencia sin sentido? ¿Cómo decir que alguien se desvaneció sin dejar rastros? ¿Cómo llenar los huecos de esa vida que desapareció y transformó el mundo en una nada? ¿Cómo contrarrestar el silencio, la oscuridad, la quietud, las carencias de una falta?
Preguntas y preguntas…
Roberto, entonces, dice. Escribe ese mundo posible. Lo arma. Lo relata. Enuncia el texto.
Un mundo posible que mira lo real acontecido, que imagina en esas historias la plausibilidad de lo posible, que busca en las palabras esa peripecia que permita decir lo indecible, lo innombrable, lo dolorosamente esquivo.
De ahí, que se entrecrucen en una enunciación más que múltiple –tendiendo a lo infinito– las distintas formas que el lenguaje tiene para contar lo acontecido, rememorar el tiempo feliz, mostrar la falta de luz que alcanza el mundo cuando alguien no está… y no sabemos dónde.
Por eso, decimos: las palabras y el vacío.
El texto es una suma de fragmentos que se expanden.
Fragmentos que se desplazan se mezclan, se suceden para hablar de Simón, de un tiempo, unos espacios, y así mostrar su falta.
Estos fragmentos, remedan el funcionamiento que tiene la memoria. Son como iluminaciones que buscan relatar, expresar, decir cómo… y de esa manera, componer un texto donde la plausibilidad se entorpece con los significantes poéticos de imágenes, metáforas. Dibujan un ancho y profundo recorrido que abarca lo real, lo imaginado, lo posible.
Pero, a su vez, permiten reconocer una estructura. Una estructura que muestra que no es casual el orden que tienen los fragmentos, sino que ese mundo elaborado tiene una significación que el narrador explica: …respira agitado por debajo o por detrás de cada palabra escrita: si las cosas no ocurrieron en la realidad como se cuentan en esta novela, podrían haber ocurrido como se las cuentan en esta novela. Porque la investigación histórica que se realizó, me permite aseverar eso.
Una significación que la acerca al testimonio… la entrevera con el deber de memoria y confiere a la palabra su poder de transformar el mundo y hacerlo más humano. De ahí, que los fragmentos solo son disímiles en su formulación y en sus historias. Un sesgo diferente los une en esa relación que establecen las palabras con la falta. Relatar esa historia como parte de la Historia.
Un narrador divaga cómo narrar acertadamente. Cómo decirlo.
Una tercera persona –omnisciente– ausculta, observa, dice, cataloga… Ordena ese mundo que revela. Simula ser un dios que maneja las marionetas con sus hilos. Pero… es un dios que conoce las causas, las cuestiones. Así, ratifica la existencia de ese mundo que maneja… por eso, simula ser un dios. No hay marionetas. Solo humanos. Humanos que hablan, que modulan, que susurran en canciones el amor, la ternura, la esperanza… y testimonian así, sobre un tiempo que se ha ido… pero sigue siendo el tiempo de Simón, que está faltando.
También está el narrador en esa primera persona que relata. A veces, en el singular de ese yo, que logra transformarse –por momentos– en un nosotros. Avizoramos la sombra de Roberto en sus susurros que rumorean cómo es la vida en ese pueblo que es de ellos… y seguirá siendo de Simón y de sus nubes. Ese pueblo donde comienza el mundo entero. Desde los contornos del pueblo se ve el momento preciso en que el universo se abre y la tierra comienza a levantarse. Ese pueblo donde la vida tiene una forma particular de definirse, por eso se dice en el nosotros. También, si volvemos la cabeza, se puede ver lo que es nuestro mundo y lo que vamos dejando atrás. Es en ese lugar donde los vientos se arremolinan, las brasas se encienden y crecen. Pasan los años, las lluvias, las muertes, los nacimientos y la brasa sigue dentro de uno, creciendo.
En ese desleimiento de personas, el narrador cede su voz a otros narradores que hablan desde su identidad. Permite así, la inclusión de otras voces: la de Ana Iliovich en esa Primera lectura en el comienzo. Una voz que remeda los caminos que recorre el texto para enunciar esa capacidad que tiene la memoria de mantener viva la esperanza, de desmentir la muerte.
También, la de Roberto, en esa suerte de epílogo con que cierra el texto. Qué hay cuando las palabras vuelven. Una suerte de epílogo, me digo, porque explica el sentido que tienen las palabras cada vez que se usan, se dicen, se pronuncian. De ahí, la posibilidad que tienen de llenar de acentos nuevos, inéditos. Mostrando facetas distintas, que azarosas e inciertas descubrimos hoy en este presente único e irrepetible.
Y… yo agrego. Cada vez que leemos encontramos nuevos sentidos en las palabras recorridas. Nuevos sentidos que hablan de la infinita gravidez que las acosa y que se reitera una y otra vez en la mirada, en el acceso a ese mundo posible que es el texto.
Y ahora, vuelvo…
Les hablaba de estructura. De una cierta dispersión de los fragmentos. Una dispersión en tiempos y en espacios. Las historias se cruzan sin causa ni efecto aparente. Como si no pertenecieran a ningún dictado.
Sin embargo hay un reflejo, una presencia que abre y cierra los sucesos, como si un viejo narrador de cuentos necesitara guardar el mundo relatado. Como si ese niño fuera Roberto, que se asoma para sentir que aún es posible la alegría. Es el acontecimiento de la llegada de Raúl Alfonsín al pueblo de Perico. Metáfora de la democracia que llega también… así como llegó la Dictadura en esa falta de Simón. Metáfora que llena de esperanza, pero no calma ese vacío que quedará por siempre… aunque solo sea una nube que oscile por el cielo. Y así metaforiza: Pasa una, levanta las miradas, se pasea por el cielo, sube, baja, se arremolina en una lentitud imperceptible y vuelve más allá con otra forma que dura unos segundos y otra forma. Anda como en una revolución loca y solitaria frente a la realidad y la impotencia.
Los fragmentos se ordenan en la historia de Simón… que está en Perico. También en la presencia de Roberto.
El relato se demora lenta y obsesivamente, en describir el pueblo, sus habitantes, las costumbres. Los ritos. Las creencias enraizadas en la Pachamama. La infancia con los juegos. La vida que se extiende y crece, crece, crece… Sin darnos cuenta, bajo las nubes de pirpintos, empezamos a decidir cosas, a desafiarnos. El volar de los cartones. La virtud de su lenta continuidad entre partidas. Nos deslumbra la vida. Se juega solo o en equipo. Ya, la verdad es, quizá por casualidad, la sonrisa de mirarnos.
El relato avanza y Simón es el protagonista. Su viaje a Córdoba. Un regreso a Perico en un diciembre –el último–. Dispersas, las señales adelantan –metaforizando– la precariedad, la inminencia de la falta.
Y el relato continúa, ahora, en el pueblo. Rastros de la desaparición permiten inferir qué ha sucedido. La espera infinita de la madre. Sara y la niñita que llegan a Perico. René –el padre– y su obstinado silencio.
Y, siempre en un retorno que es eterno y permanente, el miedo, el temor, la repetición de la desgracia en ruidos, gritos, sombras, acontecimientos que pertenecen a la Historia. Son la Dictadura.
El tiempo pasa, pasa. A la narración de lo posible, se suman los relatos que presagiaban la tragedia y ahora presagian la continuidad de lo terrible. Relatos escindidos del mundo real, enquistados en la dimensión de los sueños… o los miedos ancestrales. Un juego de la niñez, es uno. En la infancia la noche oculta un rasgo, un escape y una puntual manera de arrojarnos al mundo: la escondida. El episodio con la abuela donde el niño descubre que ella sintió antes que nadie la presencia de este monstruo desaparecedor, que vive en la tierra desde los primeros humanos, es otro.
La historia de Simón desplaza sus momentos. Ahora, en Córdoba. El tiempo se ralentiza. Marca límites a ese devenir intempestivo de la vida. 1976 se precisa. Se despliega en cada día que se acerca a ese 4 de mayo. Un aire torvo de muerte, asesinatos, desapariciones, rodea a Simón y Sara. El narrador lo describe minuciosamente. La ausencia de alegría. La imposibilidad de estar serenos. El conflicto entre la militancia y una vida común, sin sobresaltos. Los miedos. Los temores.
La noche del 4 de mayo, se narra en un largo travelling hecho palabras, que solo es movimiento. Acciones. Solo acciones. Finalmente, los gritos de Simón. ¿Dónde me llevan? ¡Sara! ¡La bebé! ¡Sara!
El narrador, ya sin palabras, solo enuncia. Es otoño de 1976. Bajo un aire que ahoga en las mezcladas apariencias de las lluvias y los cielos grises: la revolución empieza a despedirse de la historia.
Y como un cierre de la tragedia consumada, solo dice: La madrugada del 4 de mayo de 1976, demora varias semanas en pasar. Años. Simón se queda en ella, fisurando el mundo para siempre.
El orden del relato, enraizado en los espacios, hace que el acontecimiento de la desaparición, la falta de Simón, sea el cierre de la historia. Sucede en Córdoba. Trunca así el orden de la vida para enfatizar la significación del texto: las palabras y el vacío.
Fragmentos anteriores nos habían relatado el devenir de Sara, la niña, la familia de Simón. La vida –o lo que queda de ella– continúa así, en Perico. Ese es el espacio que aún puede cobijar, dar sustento, iniciar el universo como transcribíamos más arriba. Queda pues, en Perico, la continuidad de la espera y de la ausencia.
Falta Simón. Ya pasaron varios años con sus navidades, carnavales y fiestas del pueblo que se celebraron sin él. No entra los domingos a la cancha, no pasa por la plaza ni escucha las campanas de la iglesia.
Así termina la historia de Simón… que falta todavía.
Hermosísimo texto.
No puedo dejar de transcribirles un pequeño fragmento que lo dice todo. Tiene la poesía que solo tienen las palabras en contadas ocasiones… y la certeza de que podemos tener un mundo un poco mejor, un poco más como Simón lo quería para todos.
¿Lo leemos?
Simón se asoma al charco más grande. Cree que para ver mejor, más profundamente sus reflejos. Es necesario un esfuerzo temporal, un ejercicio o un juego caleidoscópico de épocas, amaneceres, noches, insomnios, tardes y mañanas cuyas imágenes –como las del cielo grisazulado fundido de hoy. Traen perfumes, voces y por asociación de recuerdos personas y hechos que movieron esta tierra mojada antes de que Simón naciera, mientras nacía, mientras daba sus primeros pasos, mientras llegaba a la ciudad, la caminaba y la conocía. Poco a poco puede empezar a resignificar las imágenes yuxtapuestas del charco, que ya es un océano. Vuelve a ver que aparecen de nuevo, pero enteramente distintos unos de otros, los matices que en el recorrido de su existencia le (re)presentan sucesivamente un mismo sentimiento: la dimensión de la batalla es monumental en todas sus formas. La esperanza y los sueños también.
Cierro el libro.
Me detengo en las imágenes de la tapa. Las observo. Me embelesan.
Aún resuenan los susurros del texto que he leído…
Ahora, las imágenes me llenan de significaciones… de metáforas que exploran lo dicho y lo no dicho. Miro ese espacio enorme, blanco que oculta casi todo. Solo unas nubes de colores tiemblan en una franja angosta en la parte superior. Como si fuera el cielo… pero aquí, mezclado con los colores que en Jujuy tienen los montes. Presencia de la vida. Torbellino que dibujan las nubes al moverse. Quizás en una de ellos, Simón… esté mirando. El resto es de color blanco, sin fisuras. Como la ausencia de Simón. Ese vacío a que ha quedado reducido.
Un cartel escuetamente dibujado, dice con mayúsculas FALTA SIMÓN en un rectángulo. Cuatro líneas dobles aseguran que no vuele, que esté quieto. En letras pequeñas el nombre de quien escribió el texto. Roberto Martínez. Con letras pequeñas, muy pequeñas Editorial Gráfica 29 de mayo.
La contratapa continúa el impasible blanco. Escasas líneas definen un hospital y una cancha de fútbol con el arco y la pelota. Representan el futuro que Simón había elegido. Como le recordaba Sara, como quedó impreso en la memoria, como el imposible que no pudo realizarse: Ay, Simón, Médico Rural y una escuelita de Futbol, ¿te acordás?
Y entonces, en un pequeño apartado con muy pocas palabras, Roberto enuncia la significación del texto. Habla de huellas que generaron su escritura. Habla también de un tiempo de cuando la Dictadura era la Historia que llegó hasta Perico y… por eso Simón falta. Un tiempo que permanece en la extraña evidencia de ser parte. Frágil certeza, que no escribe mi nombre, ni el de mi padre, ni el de mi madre. No figura mi abuelo entre esas largas listas.
Ser parte de un compromiso con el mundo que es distinto. Por eso dice: No hubo que correr hacia otros lugares, ni quemar libros ni esconder a nadie. Un compromiso que tiene otras formas, otra sustancia. Y sin embargo allí estamos, puedo reconocerme, reconocerlos.
Y es aquí donde el texto –todo– rezuma sabiduría. Esa sabiduría de los hombres comunes, que –sin embargo– están siempre presentes en la Historia… esos que comprometieron la marcha ineludible de la revolución en sus mil formas. Hubo héroes, pero también hubo hombres comunes que acompañaron esa gesta. Fueron entonces y… están siendo.
Y entonces, pienso que Simón quería ser médico rural y hacer una escuela de fútbol. Su militancia era tan sin estridencias, tan aferrada a los hombres comunes, a lo cotidiano… Por eso creo que quería un mundo más vivible, más lleno de alegría, menos duro en esos dos objetivos centralizados en el amoroso cuidado de la vida… en la alegría del juego.
De ahí, que los que aún siguen viviendo en ese cotidiano de solidaridad y reconocimiento –donde hay nosotros y no otros– también, forman parte de esa Historia que Simón quiso para todos.
La revolución empieza a despedirse de la Historia dice Roberto cuando desaparece Simón. La revolución así entendida, forma parte de los sueños. Aunque sea un sueño eterno, como dijo Andrés Rivera.
Pero hay otras revoluciones que están entre nosotros, cercanas, más pequeñas, que hablan de un mundo con menos desigualdades, más humano. Mundo imprescindible de construir todos los días.
Ese es el otro murmullo que, aún, escucho mientras releo las palabras de Roberto.
Los dejo en la lectura… y sus susurros.
Las palabras y los recuerdos
Leo a Analía Iglesias y Si los narcisos florecen… es revolución
La portada del libro me sorprende. El escueto dibujo de una flor –la del narciso– parece reflejarse en otra flor, apenas esbozada. La firmeza de la representación se contradice con esas escasas líneas, casi inconsistentes… Ambas flores. La referencialidad de una. El reflejo casi ubicuo de la otra… La misma flor con imágenes distintas.
Leo el título. Esa cierta contradicción de las imágenes, se reitera en la enunciación. La condicionalidad con que se inicia –Si los narcisos florecen– se resiente con la afirmación victoriosa de un presente –es revolución–.
Todos son signos que conducen indudablemente a la memoria. Se recuerda –en un presente– algo que sucedió antes –en el pasado–. La presencia y su reflejo en las imágenes de los narcisos. La posibilidad que se contradice con la enunciación del indicativo: es.
Y así entro al texto, munida de una cierta ansiedad por ver esa extraña conjunción que me sugiere la portada. Leo y leo… penetro en un mundo tan cercano en los recuerdos, más lejano en la cronología de los años.
Me desplazo en un universo conocido… pero al mismo tiempo totalmente nuevo en la percepción de la protagonista y de su historia.
Paso de una referencialidad escueta de referencias de hechos y acontecimientos a la inasible belleza de la potencialidad de las palabras. Atisbo todo un tiempo… también, veo cómo se transforma en otro tiempo, en otra época.
Y aquí estoy. Es un mundo posible maravillosamente construido. A veces, intercala palabras de otros grandes. Saroyan, Agamben, Spinetta… pero es su voz, esa primera persona la que me conduce, sin prisa y sin apuro, por los distintos territorios que la memoria construye con palabras. Me digo entonces, es un mundo posible de memorias.
Busco una metáfora que represente esa multiplicidad, esa conjunción de diferencias. Me detengo en el caleidoscopio por la posibilidad de las distintas imágenes que muestra. Presentes y pasadas. Reales y posibles. Espacios numerosos. Acontecimientos y a veces, reflexiones. La vida cotidiana entremezclada con sueños y recuerdos. Referencias concretas de hechos sucedidos intercalados con imágenes poéticas.
Y así podría seguir enumerando los distintos recursos que Analía ha armado y nos entrega en ese texto imposible de clasificar, de categorizar. ¿Auto ficción? ¿Novela de iniciación? ¿Narrativa histórica? ¿Testimonio? ¿Cuáles otros?
Lo olvido. La profundidad del texto me conmueve. La dimensión de la memoria es tan, pero tan fuerte que soy la protagonista que avanza por la vida, y al mismo tiempo, soy la lectora infatigable, sedienta de palabras.
Es la maravilla que únicamente los textos posibles nos entregan en cada lectura, cada vez que tomamos un libro y lo hacemos solo nuestro.
Todo título es la promesa del mundo que después descubriremos. Aquí, remite a las flores del árbol de narcisos. Una flor impregnada de simbolismo y diversas significaciones. Alude al renacimiento y los nuevos comienzos en el transcurso vital de la naturaleza. De ahí, que en algunas culturas es sinónimo de primavera en el final del invierno que connota. Por eso es, también, emblema de la suerte y la prosperidad futura. En consecuencia, representa la felicidad, la recompensa y la armonía tanto como la supervivencia y la satisfacción personal.
Todas estas significaciones nos acosan, nos interpelan en cada enunciado. Los avatares de Nora, la protagonista, desde su adolescencia en los 70, hasta los primeros años del XXI, se inscriben en la trama de los acontecimientos definitorios de la última parte del siglo XX. Por eso, la simbiosis entre revolución y experiencia individual, entre utopía y cotidianeidad. Una simbiosis que es el símbolo de la llegada de algo nuevo, de la renovación, de la vida y que se condensa en esos dos niveles: lo personal y lo colectivo. De ahí que la revolución –como concepto– no remita solo a las transformaciones sociales, sino también, a la conformación de la identidad de la protagonista. Por eso, también, que el título se exprese en presente. La historia de cada persona implica cambios permanentes. Los pueblos y los hombres sueñan con la revolución eternamente. Y aquí, parafraseo a Andrés Rivera, el imprescindible, todavía.
Pero el título, además, merece otras consideraciones. El Epílogo explica el primer atisbo para designar el texto. Vista desde atrás, es para mí un cuadro de Dalí y soy yo asomada desde el tercer piso. Y continúa: Pero la cosa aquí va de ella. Verla desde atrás me impulsaba a verme a distancia, sin muecas, asomada al torrente vital. Entonces, explica: De todo hacemos literatura, de los amores urgentes y los plácidos, del olor artificial y de cómo huelen los naranjos cuando florecen y cuando rebosan de naranjas gordas. De todo hacemos exigencia y devoción. De todo dependencia, adicción, plazo.
Sigo transcribiendo, en la referencia al lector como parte relevante de la mirada sobre el mundo. Si algo es real para nosotros y si del otro lado hay alguien dispuesto a participar del invento, aunque sea un poquito, la historia se completa. Al fin, nuestra mente monta la escena, recorta un plano del afuera cotidiano y lo hace dialogar con el adentro que solo existe para nosotros. Cada manera de estar, configurar e interpretar el afuera somos nosotros. Porque la convención llama realidad ofrece millones maneras de ser contada.
Se interpela, entonces: ¿Somos merecedores del relato?
La revolución sigue flotando en esa responsabilidad de los lectores de participar, de hacer realidad –aunque sea discursiva– la comprensión del texto que leemos.
Sigamos con algunas miradas posibles.
La estructura ratifica ese carácter de texto de memoria. Fragmentos más fragmentos. Una organización en partes –VII, así en números romanos– se completa con los fragmentos –41– que se insertan de forma continuada.
Un Epílogo y un Glosario –de expresiones del habla argentina– cierran el texto.
Cada parte lleva un epígrafe inicial que resume o adelanta su sentido.
La Parte I, presentación de la errancia como rasgo distintivo de Nora –en cuanta esa búsqueda infinita de ella misma– está precedida por un epígrafe de Antonio Gamoneda: La belleza no es un lugar adonde vayan a parar los cobardes. La interpelación, el cuestionamiento, se traslada a los lectores, partícipes imprescindibles. No se puede ser cobarde.
La Parte II se refiere a los últimos años de los 70 y los primeros de los 80. La desaparición de su hermano Carli, atravesará desde ahora, todos los enunciados, lo mismo que su adhesión a las utopías de esa época, centradas en su pertenencia como alumna a la Escuela de Ciencias de la Información de la Universidad Nacional de Córdoba. Un breve epígrafe de W. G. Sebald, nos introduce en ese clima de época.
Desde entonces, nos armamos de paciencia, desde entonces, cae arena del buzón y las plantas en sus macetas guardan silencio, a su modo.
La Parte III profundiza la pertenencia al Centro de Estudiantes de la Escuela, de esa Escuela. Lo refiere: La Facultad era lugar de reunión, de debate, de captación y construcción del espacio revolucionario… … Había elegido el camino de las acciones tácticas contra el imperialismo, hacia un objetivo común, la liberación del pueblo, y allí, centraba mi esfuerzo. Asistía responsablemente a todas las reuniones que me fijaban, madrugaba para ir a repartir volantes a la puerta de las fábricas del extrarradio y tenía asistencia perfecta a los actos y las marchas por derechos humanos o en repudio a alguna trampa del capitalismo. Nuevamente, la presencia ausente del hermano desaparecido emerge. Mi hermano no había muerto en vano, yo no lo permitiría.
Muestra a los otros protagonistas, los define en ese ejercicio de memoria en los recuerdos de la juventud singular de aquellos tiempos. Testimonia así, el tiempo de la primavera democrática. Compartía con Los Burdos las risotadas en el aula, los videos musicales del Bar Darkie llamado Culture Club en La Cañada, las primeras visitas de la Fura del Baus, el vino patero y la grasa hirviente de las empanadas de El rincón mendocino. Una nostálgica remembranza de aquellos días inolvidables.
Clarice Lispector metaforiza, en el epígrafe, el deambular de Nora y su generación en aquel tiempo: Su carne blanca estaba dulce como la de una langosta, las piernas de una langosta viva moviéndose lentamente en el aire. La parte IV insiste en esa errancia por distintos lugares, por disímiles experiencias amorosas, por miradas incisivas sobre la militancia y la revolución. Los epígrafes, lo resumen. No sé quién soy, pero sufro cuando me deforman, de Witold Gombrowicz. Otro epígrafe de Enrique Vila Matas, ratifica esa significación pero cargada de ironía. No sé quién soy –soy en todo caso, cualquier escritor menos Gombrowicz– pero pido que no me expliquen los otros quién soy, pues para eso prefiero ser Gombrowicz.
La Parte V relata su periplo de los últimos años, caracterizados como un nuevo derrotero. Tarde aprendí a amar los márgenes. Es 2007. No sé si es tarde: muchos años después de haber llegado al centro, adonde siempre había querido estar, me volví hacia los bordes. El epígrafe marca la movilidad incesante del tiempo. El transcurrir de la vida. La eternidad –oh Goethe– será ese instante único que alguna vez, quisimos arrebatarle al tiempo. Las palabras son de Olga Sánchez Guevara.
La Parte VI enfatiza ese paso del tiempo. Sus temores, sus miedos, los sueños recurrentes. Las ausencias, ahora también completadas con la muerte de sus padres. No puedo ser mi propio tester, mi propia referencia: mi mente se vuelve trágica. Me desenfoco, me entumezco. Me pasa con el cuerpo, con la cara y el paso del tiempo. Hay veces en que no sé si soy monstruosa o no. Un nuevo estadio en el delineamiento de la identidad. Miradas que se transforman mientras el mundo también… cambia. La luz es el primer animal visible de lo invisible del epígrafe de Lezama Lima, lo resume.
La Parte VII cierra el relato de sus búsquedas. Cierra también, el discurso narrativo. Se carga de reflexividad, de introspecciones. De la mano de Agamben, escribe: “Quizás no existe una zona de no conocimiento, existen solo sus gestos” y Giorgio Agamben me da la razón.
Los regresos esporádicos a la Argentina, sus búsquedas y encuentros con el pasado y los amores permanentes, sus melancólicas afirmaciones. Ya no te espero, Carli, en referencia a la desaparición y ausencia del hermano, conforman el presente. Un presente lleno de memoria, pero también, de esperanza en otros cambios.
Un poema de Luis Luna, es el epígrafe que lo resume: Tiras la piedra / al centro del estanque / y no alcanza tu vista a ver los círculos. Lo que importa en la imagen / que nace en tu memoria / la respuesta que vibra / en el hueco vacío de la mano.
Y finalmente, el Epílogo. La explicación de un posible primer título, luego la mirada final sobre ese tiempo vivido. El suyo. El de su generación. El de su circunstancia. Tragedia social, tras tragedia social, creo que las revueltas vuelven más feroces al amo. Pero como buenos narcisistas de las causas perdidas volveremos a incitar a las jerarquías a invocar al diablo. El amo goza, sin excepción, de nuestros auto flagelos. No tengo conclusiones, sí acaso, la intuición de tentar suerte por caminos amorosamente sabios. Siempre esa revolución eterna en la necesidad de consumarse, pero cargada de la imposibilidad de realizarse. Un sueño. Una presencia inquietante en la presencia en cada humano.
De ahí, el epígrafe: Sé que tú amas la nada, y no por su calor, que es mínimo, sino porque se puede jugar con ella de forma expresiva y leve.
Carlos Magris es quien susurra… mientras cierro el libro.
¡Me olvidaba! Busco donde habla de su escritura. De la capacidad de las palabras para representar y crear mundos posibles.
Al final, ya casi terminando, dice: No sé si la historia es lineal o circular, hay quien dice que discontinua (cuando nos deja afuera, por ejemplo tirados en los campos de concentración). Algunos enigmas se aclaran, pero en otros seguiremos quedándonos bobamente afuera, porque el trayecto colectivo que recorremos es demasiado corto y la breve consciencia individual no alcanza para entendernos como materia. Quizás solo se trate, entonces, de viajar sin mapas.
Queda explicado, entonces, lo que les planteaba al comienzo de mi lectura. Son fragmentos que se enhebran en la ductilidad de la memoria. Conjunción de la Historia con las historias. De la revolución social con la transformación permanente como persona. Un mapa que permite orientarse para poder conocer ese mundo posible.
Un mundo posible que me llenó de melancolía por los tiempos que no vuelven y… que les pasará a muchos de ustedes.
Gracias, Analía. Por recordar y hacer este mundo posible con palabras.
Ahora, si les digo ¡Hasta cualquier momento!
Ha sido una experiencia única estar con Ustedes, nuevamente.
Un largo abrazo.
María
Textos
Iglesias, Analía. 2021. Si los narcisos florecen… es revolución. Editorial Cuarto Centenario. España.
Martínez, Roberto. 2021 Falta Simón. Editorial Gráfica 29 de Mayo. Córdoba.
Foto principal: Córdoba en los años 70. Archivo de Jorge Enrique Etchevarne.
* Docente e investigadora. Fue profesora de Literatura Argentina y Movimientos Estéticos, Cultura y Comunicación en la ex ECI, a la que dirigió en dos oportunidades. Es la primera Profesora Emérita de la FCC-UNC.