Dilemas estudiantiles ecianos a 200 años de la independencia.
Por Lucía Argüello, abanderada 2015. FCC UNC.
Independencia es una palabra de trece letras. Según el pequeño Larousse ilustrado, edición 2011, independencia significa “cualidad de independiente”, independiente, “que no depende de nada ni de nadie”, y depender, “estar subordinada una cosa a las condiciones que le impone otra” o “estar una persona bajo el dominio u autoridad de otra”.
Probablemente la acepción de “independencia” que más se ajusta a los hechos históricos que hoy nos congregan sea la de “situación del territorio que no depende políticamente de otro”. Hace 200 años, un grupo de criollos soñó con esa independencia. Y la concretaron. Lo mejor que pudieron.
No la tenían fácil a decir verdad: un territorio inmenso con vías de comunicación precarias, atacado desde múltiples flancos por las fuerzas realistas, con un desarrollo económico muy desparejo, milicias improvisadas y una población diversa unida únicamente por la antigua pertenencia al Reino de España y el deseo de librarse de él.
Y ni siquiera esta aspiración patriótica era muy uniforme que digamos, al punto que una figura como Carlos María de Alvear, cuyo nombre nunca falta en alguna calle, escuela o plaza de las ciudades argentinas, pidió a Gran Bretaña (principal y casi único vínculo comercial del Buenos Aires de aquel entonces) que tomase a las Provincias Unidas del Río de la Plata como su protectorado, abandonándolas, sin condición alguna, a la “generosidad y buena fe del pueblo inglés” al cual ansiosamente, aseguraba, estas tierras deseaban pertenecer.
A pesar de este y otros inconvenientes por el estilo, un martes 9 de julio, en aquella modesta casa de Tucumán que todos hemos dibujado con bolitas de papel crepe y tras un poco más de tres meses de discusión, los diputados (que tampoco representaban a la totalidad del ex virreinato) proclamaron la independencia “del rey Fernando VII, sus sucesores y metrópoli”, a lo cual se añadió más tarde, para bloquear las intenciones de otros que querían seguir los pasos de Alvear, “y de toda dominación extranjera”. Los detalles se irían ajustando con el correr de los años.
Así nacía nuestra independencia, con algunas fallas pero no carente de nobleza, como cuando uno se va a vivir solo pero sigue dependiendo de los envíos semanales de comida, plata y ropa limpia que llegan de la casa materna. “Yo espero que los buenos ciudadanos de esta tierra trabajarán para remediar sus desgracias. Ay Patria mía”, diría Manuel Belgrano en el lecho de su pobre muerte.
Por suerte en cada momento histórico, diversos grupos se han levantado para defender los ideales por los que él y otros tantos lucharon. Los estudiantes son uno de esos grupos. Durante la reforma de 1918, los jóvenes de la UNC se rebelaron contra el espíritu rígido, dogmático y autoritario que impregnaba sus aulas y lucharon por una universidad independiente del Estado y la Iglesia (hoy tal vez deberíamos añadir al Mercado), comprometida con la sociedad, libre, abierta, democrática, moderna y reflexiva. Y sin embargo, los devenires de la situación nacional también empañarían más de una vez ese autogobierno soñado por los reformistas.
A pesar de todo, los estudiantes reaparecieron una y otra vez con sus luchas. Ya lo decía Salvador Allende: “Ser joven y no ser revolucionario, es una contradicción hasta biológica”.
Hoy, décadas más tarde, parece que la juventud estudiantil ha caído en la más gris apatía para con su universidad y la sociedad en general. A pesar de que pululan los slogans maravillosos y los discursos que la exaltan, la mayoría de los estudiantes pasa por las aulas de la UNC buscando recibirse lo más pronto y fácilmente posible, para “conseguir un laburo” y “ganarse la vida” y la principal actividad “extensionista” que realizan son las jodas del bosquecito.
En la ECI nos gusta pensar que somos diferentes a esos estudiantes, pero a pesar de la imagen crítica y pseudo revolucionaria con aires setentistas que el eciano promedio tiene de sí mismo (me incluyo), lo cierto es que también solemos reducir “participación en la sociedad” a “asistencia a alguna que otra marcha” y, tal vez el más imperdonable de nuestros errores, durante años hemos contemplado, impasibles, el anquilosamiento de la ECI, proceso del cual nuestro veinteañero plan de estudios es una de las caras más obvias, pero no la única.
Hoy la escuelita atraviesa su propio proceso de independización. Muchos han trabajado arduamente por ese proyecto, y muchos también, han permanecido en la distancia del desconocimiento y el escepticismo. Esta es nuestra “hora americana”, este es el momento, la oportunidad de independizarnos de nuestras formas más arcaicas, rígidas e incongruentes, naturalizadas como aquello “que siempre fue así”. Decirnos facultad no basta para transformar la ECI. Se necesita un verdadero (y autocrítico) compromiso de la comunidad académica, de la cual los estudiantes no debemos olvidar que somos parte.
“La utopía está en el horizonte”, dice Galeano, “Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. ¿Entonces para qué sirve la utopía? Para eso, sirve para caminar”. Como lo demuestra sobradamente la historia argentina, nuestra independencia probablemente nunca sea perfecta pero espero que, como la utopía de Galeano, nos sirva para seguir caminando.
Fuentes consultadas: -
- Pigna, Felipe (2004). Los mitos de la historia argentina. La construcción de un pasado como justificación del presente. Buenos Aires. Grupo Editorial Norma.
- Alderete, Ana María (compiladora) (2012). El Manifiesto Liminar. Legado y debates contemporáneos. Córdoba. Universidad Nacional de Córdoba.